Texto y selección de Daiana Henderson
Dibujos de Eva Costello
“En una ciudad llena de poetas jóvenes y meritorios, la voz de una persona de edad es casi un escándalo” escribe Emma Barrandeguy a sus 72 años desde Gualeguay, en una nota explicativa de su libro Refracciones (1986). Veinte años distaron entre este, su tercer libro de poesía, y el anterior; en el medio hubo ensayos, relatos, novelas, crónicas y biografías, y un poemario descartado que, arrepentida, retiró de las manos del imprentero. Refracciones da inicio a una nueva etapa en su obra y una vuelta al ruedo de la poesía (en verdad a su publicación, ya que nunca dejó de escribirla), que coinciden con su vejez, lejos del idealismo revolucionario de los años 30, en que conformó la comitiva de poetas comunistas junto a Juan L Ortiz, Juan José Manauta y Carlos Mastronardi.
El ímpetu y la irreverencia, que se atribuyen a la juventud, son tierra fértil para la exploración. La juventud suele gozar de un beneplácito receptivo en cuanto trae la promesa no siempre cumplida de lo nuevo. ¿Pero qué se espera de la vejez? ¿Decantación de la experiencia, del estilo? ¿Es necesariamente melancólica? En Barrandeguy la impunidad de quien lo ha vivido todo (y vaya si lo ha vivido) se traduce en una libertad autoconcedida. Descubre, para sí misma y para el público lector, una sensualidad desconocida y vivaz, preponderantemente lésbica, que explora los cambios del cuerpo y de la percepción, y que incluso se permite una mirada externa, autoexcluida, de la figura socialmente estandarizada de “los viejos”.
Foto
Esa soy yo:
una mujer gastada y melancólica
con la mirada
que arranca de una infancia razonable
y una cabeza peinada
como corresponde
a una señora de tantos años.
Procuro que las canas
tengan su orden natural
que tranquiliza a los que miran,
aunque yo casi estoy segura,
después de todo,
que moriré sin haber sentado cabeza.
Compartida
Miro subir la luna llena
en el cielo malva de este otoño porteño
y siento que en la ciudad
los atardeceres tienen asimismo su belleza,
y abril trae las uvas del oeste
tan sensuales que es necesario morderlas,
romper su carne
como cuando pelamos los morrones asados
y el jugo nos cae por los dedos.
Estos frutos
y el andar por las calles
perdida entre las gentes
sin que la comarca traiga
sus voces repetidas,
me permiten mirar con delicia las tardes
y compadecerme de las oficinas
donde muere la piel de las mujeres
y se embellecen
las corbatas de los hombres,
a medida que pasan los años.
Aquí o allá
la vida es ese fulgor
que se abre entre las nubes
y la persistencia pausada y aleve
de un dolor en el hombro derecho,
en todos los hombros.
Los jubilados
Interminables filas bajo el sol o la lluvia,
con las ropas gastadas
y los tobillos gruesos,
sin cigarrillos ni bufandas costosas,
pantalones que caen sobre viejos zapatos,
las manos en los bolsillos
y la charla que da paso a sus quejas
contra los hijos, las nueras, los gobiernos,
las cajas, los precios, los alquileres, los colectivos,
los empleados, los jóvenes, las vestimentas
de este tiempo
y también contra el tiempo
y el gendarme de adelante
que con cuarenta años cobra
no sé cuántos millones.
Celosos, mezquinos, intercambiando remedios,
toses, medias lunas,
noticias de fútbol, de la violencia,
caramelos, escupidas.
Mirando como a un extraño
al viejo deportista que se mantiene erguido
o a la vieja alegre con un pañuelo de seda
al cuello.
Codiciando niñas
o comidas sabrosas.
Recordando antiguos cuentos de oficinas,
películas, la pelea de Firpo.
Narices rojas, ojos turbios,
anteojos pasados de moda,
pelambres, gorras, sombreros,
mechones desteñidos en las sienes.
Contando las monedas que les quedan
y el cajero
disimulando que los odia
porque le meten los recibos bajo el vidrio,
le piden cambio
y no acaban, no acaban, Dios mío
de venir a cobrar todos los meses.
Ama de casa
La reina de esta soledad minuciosa
deja su perfume
en las habitaciones.
Me peino porque hay que peinarse, dice.
Y sus manos,
una y mil veces,
con paciencia y rutina seculares,
arreglan sus cabellos
noche a noche.
De allí sale la fuerza que la habita
y que lentamente la abandona.
Contempla este páramo luminoso
de su casa,
los helechos, las paredes,
los bancos asientos del patio,
los cielorrasos amigos de la lluvia
y piensa en su vida
como otra casa que se desmorona.
Cierra las ventanas,
corre las cortinas,
se pregunta por la validez de los objetos,
besa a Matty, su gata favorita
y siempre una lágrima acompaña
la certeza de todas sus ruinas.
Ocho de septiembre
Viniste a mí en la madrugada,
te rendiste a mi lado sobre las sábanas.
Tu pudor, tu inocencia, tu miedo
rehuían el calor de mis brazos.
Pero acaso anhelabas
sentirte besar así el cuello o las manos.
Pusiste tu cabeza en mi hombro
y charlamos y dormimos
incómodas y felices
por una entrega que no era sino amistosa,
por una necesidad fraterna que se cumplía.
Por la mañana,
levanté las persianas
y oí tu ruego de que no me marchara.
Quizás la difícil confidencia
se ablandaba en tu boca,
pero el día ya no me pertenecía.
Y así fue que dejé tu casa
y ninguna palabra mía penetró ya en tus oídos
ni brilló en tus ojos desconsolados.
A veces pienso que tuviste miedo,
pero cuando te vi pintarte los párpados
supe que te había perdido para siempre.
“Foto” y “Compartida” pertenecen a Refracciones (1986), “Los jubilados” y “Ama de casa” pertenecen a Camino hecho (1991). En cuanto a “Ocho de septiembre”, fechado entre 1965 y 1967, se mantuvo inédito hasta después de la muerte de Emma en 2006, incluido en sus “poesía completas”, publicadas por primera vez en 2009 y reeditadas en 2019 por editorial Caballo Negro.
+ Que los versos te acompañeñ I - Susana Cabuchi