Camino a la conmemoración del 50 aniversario del Golpe de Estado del 24 de marzo de 1976, en La Canción del País presentamos una serie de notas denominada Glosario de la Memoria: un catálogo de palabras claves como vía de acceso a la historia política, social y cultural de Argentina. En esta cuarta entrega, la periodista y docente Candela Ramírez; a cargo de la sección, escribe sobre los jóvenes como uno de los blancos fundamentales de la represión.
Por Candela Ramírez
24 de marzo de 1976. Comunicado N°13:
La Junta de Comandantes de las Fuerzas Armadas se dirige a la juventud de la Patria convocándola a participar, sin retaceos ni preconceptos en el proceso de reorganización que se ha iniciado. Un proceso donde se han colocado como pautas básicas de acción la plena vigencia de los valores éticos y morales que son guía y razón de la conducta de todo joven argentino que merezca el calificativo de tal.
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El asunto de la cifra acecha las grandes masacres emprendidas desde el Estado en Argentina, al menos, desde 1955. Sobre el bombardeo a Plaza de Mayo no hay cifra cerrada. Hay al menos 309 muertos pero ese número se estableció mediante una investigación que recién se hizo en 2010. Lo mismo se repite con la última dictadura. Se cristalizó 30 mil detenidos desaparecidos como cifra-denuncia, porque no sabemos, porque los criminales se llevan consigo el secreto de cuántos y quiénes fueron, de dónde están. En documentos desclasificados, las propias Fuerzas Armadas admiten que entre 1975 y 1978 ya llevaban la cuenta de al menos 22 mil asesinatos-desapariciones. Todavía faltaban cinco años más de terrorismo de Estado.
Del análisis de los juicios, desde el de 1985 a los reanudados en 2006, se desprende que al menos el sesenta por ciento tenía menos de 30 años: la mayoría entre 20 y 24, seguidos por los de 25 a 29 y luego de 13 a 19 años. La Justicia, a través de más de 330 sentencias en todas las jurisdicciones del país, comprobó que hubo un plan de persecución y exterminio. Los jóvenes —estudiantes, obreros, profesionales, docentes, militantes, familiares de militantes— fueron un blanco definido para los militares.
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¿Cómo hizo la dictadura para disciplinar a los jóvenes? Lo cuenta Sergio Pujol en su libro “Rock y dictadura. Crónica de una generación (1976-1983)" en el que describe distintos mecanismos: “Interminables razzias, infiltraciones de buchones —con aspecto rockero, sentados siempre en primera fila, en las mejores butacas— y detenciones a la salida de recitales”.
Allí cita también esta pregunta que publicó la revista Gente en una de sus notas durante el régimen de Videla: “¿Qué hace usted para que su hijo no se convierta en guerrillero?”.

En su investigación recorre en ocho capítulos cada año de la última dictadura y ofrece estadísticas que rodean el asunto de la juventud como blanco de ataque de los militares. Además de las notas en la prensa oficialista, sumado a una censura brutal, se pone de manifiesto otro de los objetivos de los militares: vaciar las aulas. Desde 1977 retrocede la cantidad de estudiantes inscriptos en las universidades, en algunas carreras de la Universidad Nacional de Buenos Aires (UBA) ni siquiera se llegaron a cubrir los cupos. Los exámenes de ingreso se ocuparon, a su vez, de reducir cada vez más las posibilidades de estudiar. El autor estima una deserción del 50 por ciento, ya que muchos se escondieron o exiliaron antes de terminar sus estudios.
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Lo que más impresión le dio a Mario Páez fue la ferocidad con la que se lanzaron sobre su padre. Era 1980, Mario tenía catorce años. Los hermanos Páez se habían casado con las hermanas Medina, eran del norte de Santa Fe y desde el golpe de marzo del 76 se repartieron por distintas localidades del interior con el objetivo de esconderse. Hacían trabajos rurales. Catalino Páez, padre de Mario, era referente del Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT). El día del secuestro en Lima, al noreste de la provincia de Buenos Aires, Mario vio cuando los represores atacaron a su padre “como una jauría, era una cacería humana”.
A él también se lo llevaron. Los dejaron secuestrados en el D2, el Departamento de Informaciones de Santa Fe, en la capital de la provincia. Hermanos, primos, todos fueron alcanzados por el látigo del terror de diferentes formas: Mónica tenía 12 años y era la mayor, quedó a cargo de los más chicos de la familia. El caso de los Páez, permite que en los juicios de lesa humanidad las querellas puedan denunciar estos delitos bajo la figura del abandono y ponen de manifiesto que la persecución se dio tanto contra militantes políticos como contra integrantes de su familia, como un método más de tortura. Mario Páez cumplió quince años dentro de un centro clandestino de detención.
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“Cada uno de nuestros hogares se siente mutilado. Hay una o más ausencias que nadie ni nada podrá jamás reemplazar. Vacíos que dejan estos chicos que estudiaban o trabajaban -o ambas cosas- sin ocultar su identidad ni sus movimientos. Siempre tenemos dolorosamente presentes sus rostros asustados. Fueron, en muchos casos, arrancados de sus lechos, a altas horas de la madrugada ante el estupor de sus padres reducidos a la impotencia de no poder defender la seguridad de su hogar. ¿Qué pasó con ellos?”.
El Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS) se fundó en plena represión ilegal, en 1979. En octubre de 1982 publicaron el folleto “Adolescentes detenidos-desaparecidos”, como parte de una serie de publicaciones que tenían por objetivo dar a conocer a la población el funcionamiento del sistema represivo que aún regía la vida de las y los argentinos.

Allí dan cuenta de una presentación escrita por madres y padres de 130 jóvenes de entre 13 y 18 años que fueron secuestrados, la mayoría, desde sus casas; otros desde la escuela o su lugar de trabajo; y algunos conscriptos desde las dependencias militares. La carta incluía la nómina completa de los jóvenes desaparecidos y la descripción de las circunstancias en las que fueron secuestrados. Fue dirigida al órgano máximo de la Junta Militar después de agotar averiguaciones en dependencias oficiales.
“Se fortalece la idea de que el móvil de un elevado porcentaje de operativos fue sacar de circulación a jóvenes susceptibles de convertirse en líderes estudiantiles”, señala el CELS.
La síntesis del organismo va en este sentido: los secuestros de menores no difieren de los mecanismos aplicados contra personas de cualquier otra edad; los criminales eran miembros de fuerzas de seguridad o del ejército o iban vestidos de civil, todos armados hasta los dientes; no dejaron que ningún familiar fuera con los secuestrados a menos que los secuestraran también a ellos.
En el folleto, que hicieron circular en 1982, llegan a esta conclusión: “Más allá de eliminar a estudiantes real o potencialmente enrolados en corrientes políticas, se busca destruir, bajo un manto de terror, toda posibilidad de subsistencia de actividades extra-escolares, ya sean estas ideológicas, gremiales, recreativas o artísticas, con el fin de reducir al educando a pasivo receptáculo de consignas culturales o doctrinarias”.
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Hay dos fotos conocidas, una con sonrisa estridente, otra con esa parquedad que imprimen las fotos carnet. Es por esas imágenes que muchos recuerdan su rostro de ojos oscuros, delineados; cabello lacio y morocho, flequillo ancho, raya al costado; la piel tersa y joven para siempre.
Claudia Falcone era de La Plata y tenía dieciséis años la madrugada que se la llevó un camión del Ejército. Lo mismo les pasó a otros seis adolescentes la madrugada del 16 de septiembre de 1976. En esos días secuestraron a cuatro chicas y chicos más bajo el mismo operativo, conocido hoy como La Noche de los Lápices. El más grande tenía diecinueve años. Eran todos estudiantes secundarios, todos habían peleado por el Boleto Estudiantil en una enorme movilización de 1975.

La Plata tenía al menos una veintena de centros de estudiantes en escuelas para el momento en que llegó la dictadura que los eliminó y prohibió. Pero la militancia de estos diez jóvenes —y de miles en todo el país— no se terminaba en el reclamo para facilitar el acceso a la educación: eran de la UES (Unión de Estudiantes Secundarios), eran de la Juventud Guevarista. Pertenecían a estructuras partidarias más grandes. Iban a reuniones, empapelaban de consignas las calles, discutían autores, definían estrategias de participación y resistencia. Sólo sobrevivieron cuatro de los diez.
Falcone fue también la protagonista de un poema de amor que le dedicó Pablo Díaz, otro de los secuestrados esa noche. Él —de diecinueve, de izquierda— la conoció en uno de los campos de concentración donde estuvieron, el Pozo de Banfield. Desde entonces —hace casi cincuenta años— cuenta en entrevistas una y otra vez cómo se enamoró, cómo incluso en el infierno es posible ese sentimiento.
Hoy
me he quedado inmóvil observando en el recuerdo
el beso que se estrellaba en el muro
Díaz pasó por varios centros clandestinos hasta que fue puesto a disposición del Poder Ejecutivo Nacional (PEN), una forma que utilizó la dictadura para “blanquear” desaparecidos. Lo habían secuestrado antes de terminar la secundaria.
—No vuelvas a la escuela.
Así lo amenazó uno de los jefes militares antes de su liberación en 1980. Sobre cada uno de los liberados antes de 1983 cayó una suerte de libertad vigilada, una manera más de los represores de sostener el control sobre sus víctimas. Díaz intentó retomar el colegio. Después vinieron otras cosas: su declaración ante el Juicio a las Juntas, la filmación de la película que contó su historia, viajes a todas partes del mundo para denunciar los tormentos padecidos.
El poema dedicado a Claudia Falcone termina así:
Pero estoy solo, ni vos ni ellos han vuelto.
Y yo camino mirando a ver si los encuentro.
Me junto con sus madres, padres, hermanos,
tíos, amigos,
y no sé qué decirles, ¿dónde están las palabras para ellos?
Todavía no he aprendido a no desafinar,
¿y las idas a las villas?
¿Qué es esto de sobreviviente? ¡Por favor!
Que algún día los encuentre.
En diciembre de 2022, Pablo Díaz rindió Matemática, su última materia de la escuela secundaria.



























































