Por Juan Pablo Hudson.
Los debates televisivos consagran la democracia bajo la lógica mediática. Si las redes sociales son el derecho a opinar para todos y todas; el debate televisivo es la consagración del spot como lengua de la política. No fueron más que eso los debates: candidatos repitiendo eslóganes de sus campañas, sumándole chicanas con mayor o menor eficacia.
En el primero de los debates en Santa Fe, se vio a un Mauricio Macri vacilante, incómodo, encorsetado. La foto con la mirada fija, pétrea, en la antesala al evento fue el resumen de su postura. En la vereda de enfrente, se vio a un Alberto Fernández respondiendo con solvencia y aplomo. Fue el candidato más votado en las PASO quien sometió al presidente con sus respuestas certeras. Esta vez, en el segundo debate del pasado domingo se vio a otro Macri, mucho más fluido, contundente y a la ofensiva. Seguramente envalentonado por la impresionante manifestación organizada el día anterior en la avenida 9 de Julio, Macri pareció encontrar un tono.
Mintió, tergiversó, atacó con golpes bajos y puso en escena los hits que blandió el periodismo militante oficialista en los últimos años. Ya pocos les creen. Pero, así y todo, impuso condiciones e incomodó un poco a Alberto Fernández. Podríamos decir que, auxiliado por el ultraneoliberal José Luis Spert y el carapintada Juan José Gómez Centurión, Macri utilizó los mismos recursos que en aquel célebre debate del 2015 frente al oficialista Daniel Scioli: apeló a la verba típica de las redes sociales para atacar a su rival y para desentenderse de su propia trayectoria. Lo desconcertante es que en esta ocasión quien utiliza esa estrategia es el presidente de la nación y no un candidato como hace cuatro años. De allí que se acuse a Macri de transformarse en un opositor de la oposición.
Más que escenificar una esperanza electoral, Macri mostró al país su legado: un 30% de la población que es capaz de votar a quien martiriza con sus recetas neoliberales a los que cobran en pesos. Pero también esas impactantes movilizaciones del último mes revelan que siguen vitales aquellos que salieron a las calles en la revuelta de las patronales del campo en 2008.
La solvencia mediática no es sinónimo de votos. El debate no va a sumarle votos a Macri. Ni tampoco al resto de los candidatos. Las PASO mostraron que los fundamentos de los votos opositores estuvieron en el calvario económico de la mayoría de la población argentina. Pero el presidente mostró vitalidad una vez que superó el piñazo de las primarias. Dejó a un lado la esperanza de convencer a los indecisos y puso en marcha una potente campaña post-Marcos Peña y Jaime Durán Barba. El presidente salió a movilizar en las calles a su base dura.
Más que escenificar una esperanza electoral, Macri mostró al país su legado: un 30% de la población que es capaz de votar a quien martiriza con sus recetas neoliberales a los que cobran en pesos. Pero también esas impactantes movilizaciones del último mes revelan que siguen vitales aquellos que salieron a las calles en la revuelta de las patronales del campo en 2008. Están acá, agazapados, dispuesto a hacer oír.
Macri sabe que no puede revertir la debacle de las PASO pero logró empoderarse, retomar cierta iniciativa en la campaña y dejar en el recuerdo fotos históricas como las de la movilización del último sábado en el Obelisco. Es la mejor despedida autogestionada de un presidente que dilapidó rápido su caudal electoral y un apoyo mediático y empresarial como nunca antes gozó un político de derecha.
Alberto Fernández, como Axel Kicillof, están enfocados en sus próximos mandatos como presidente de la nación y gobernador de la provincia más poblada del país respectivamente. El domingo se notó al ex jefe de gabinete algo fastidioso con la instancia del debate, como si fuera una pérdida de tiempo responder a los ataques del actual presidente, como si ya quisiera entrar al ruedo para gestionar la Argentina. De hecho, desde el día posterior al 11 de agosto, se posiciona como un primer mandatario, acumulando reuniones con el círculo rojo y organizando lo que será un gobierno plagado de dificultades como consecuencia del desastre provocado por la alianza Cambiemos.
A pesar de la crisis económica y social extrema que padece desde abril del 2018, Argentina resolvió por la vía institucional un cambio de rumbo: las elecciones pusieron fin a la experiencia neoliberal encabezada por el empresario Macri. Esto no es sinónimo del fin del neoliberalismo. Solo es la salida de un tipo de gobernabilidad protagonizada por empresarios y banqueros.
A pesar de la crisis económica y social extrema que padece desde abril del 2018, Argentina resolvió por la vía institucional un cambio de rumbo: las elecciones pusieron fin a la experiencia neoliberal encabezada por el empresario Macri. Esto no es sinónimo del fin del neoliberalismo. Solo es la salida de un tipo de gobernabilidad protagonizada por empresarios y banqueros.
No ocurrió lo mismo en Ecuador ni tampoco en Chile. Sin expectativas electorales potentes, la crisis explotó en las calles, tal como había ocurrido en tantas ocasiones en nuestro país. La última ocurrió hace 18 años, en diciembre de 2001.
Los arrasadores estallidos sociales en Quito y Santiago muestran el hartazgo frente al ajuste perpetuo y ante un modelo neoliberal recargado, impiadoso, en la segunda década del siglo XXI. No solo las fuerzas políticas pro-mercado son enfrentadas por campesinos, indígenas y estudiantes secundarios. Lo ocurrido en Chile y Ecuador también le marca la cancha a Alberto Fernández sobre la imposibilidad de seguir ajustando, aún cuando la situación financiera sea tan delicada. El próximo presidente seguramente está tomando nota de lo ocurrido en las calles chilenas y ecuatorianas.
El 2001 impuso dos condiciones al flamante kirchnerismo: 1. No se podía reprimir más luego de las decenas de muerto del 19 y 20 de diciembre y los asesinatos de Darío Santillán y Maximiliano Kosteki; 2. No se podía seguir ajustando como lo había hecho el gobierno de Fernando de la Rúa. Obviamente esto no fue respetado del todo pero básicamente fue lo que ocurrió durante al menos los primeros dos mandatos (2003/2011). El desprecio de la mayoría electoral al macrismo y el incipiente nuevo escenario regional, fijan una condición en la Argentina: no aumentarás más. El ajuste vía los precios de los alimentos y el valor de los servicios básicos destrozó el salario y los ánimos colectivos. El fernandizmo lo sabe. La pregunta es cómo logrará mejorar la situación económica sin volver a esa fórmula de aumentos permanentes. Una vez agotada la instancia electoral, consumado el cambio de gobierno, la población estará expectante.
Los acontecimientos políticos en Ecuador y Chile terminan de barrer conceptos que se difundieron como verdades absolutas en estos cuatro años de macrismo: las movilizaciones son anacrónicas, la verdad pasa solo por la Big Data y las redes sociales. No fue lo que ocurrió. El estallido popular hizo retroceder medidas antipopulares como el aumento de los combustibles en el caso del presidente Lenin Moreno y del precio del subte por decisión del ortodoxo presidente Sebastián Piñera. Pero los sectores que tomaron las ciudades van por más. De allí que Piñera anunciara en cámara que se encontraban en estado de guerra: “Estamos en guerra contra un enemigo poderoso, implacable, que no respeta a nada ni a nadie y que está dispuesto a usar la violencia y la delincuencia sin ningún límite, que está dispuesto a quemar nuestros hospitales, el metro, los supermercados, con el único propósito de producir el mayor daño posible”.
Chile, ese ejemplo de modernización neoliberal, sufre el rechazo popular como pocas veces en la historia reciente. Es el desprecio al aumento del boleto pero fundamentalmente a que el 1 por ciento más rico de Chile se apropie del 26,5 por ciento del ingreso nacional, mientras que el 50 por ciento de los hogares más pobres sólo accede al 2.1 por ciento del mismo.
Los intelectuales de derecha, los economistas que operan para el sistema financiero, los periodistas del establishment, vieron caer derrotado en las urnas a su principal esperanza desde el retorno a la democracia en la Argentina. Y ahora contemplan el incendio del modelo de país que supieron divulgar en las últimas dos décadas. Chile, ese ejemplo de modernización neoliberal, sufre el rechazo popular como pocas veces en la historia reciente. Es el desprecio al aumento del boleto pero fundamentalmente a que el 1 por ciento más rico de Chile se apropie del 26,5 por ciento del ingreso nacional, mientras que el 50 por ciento de los hogares más pobres sólo accede al 2.1 por ciento del mismo. Chile es uno de los ocho países más desiguales del planeta. El sueldo mínimo en Chile es de 301.000 pesos (US$423) mientras que, según el Instituto Nacional de Estadísticas de Chile, la mitad de los trabajadores en ese país recibe un sueldo igual o inferior a 400.000 pesos (US$562) al mes. El alza en el pasaje del metro finalmente se suma al incremento en el costo de la luz, del agua y a la crisis en el sistema público de salud.
Sudamérica vuelve a sorprender al mundo. Cuando se daba por sentada vuevamente la hegemonía de Estados Unidos y la caída de los gobiernos progresistas, la región parece ponerse de pie y decir nuevamente “no se aguanta más”.
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