Películas, documentales y más registros

Martha Argerich: la gran pianista retratada

MÚSICA
25 de junio de 2021

La pianista Martha Argerich cumplió 80 años el pasado 5 de junio y las redes se florearon con videos, fotos y recortes de diarios de todas las épocas. Buceamos en el material audiovisual disponible en la web sobre su figura, que se agiganta hacia adelante y hacia atrás en el tiempo, junto con la cantidad de reproducciones. Documentales, películas y registros imperdibles de una artista intrigante y cautivadora que goza de plena vigencia transgeneracional. 

 

Por Daiana Henderson

Jardín de infantes de Buenos Aires en 1943 o 1944. Un niño obsesionado con molestar a su compañerita de apenas dos años y medio la desafía una vez más: a que no te animás a tocar aquel piano. Resuelta, la niña se trepa con dificultad al banquito, levanta la tapa y comienza a probar el sonido de las teclas. Con un solo dedo logra extraer una cancioncita, es una de esas melodías sin origen y sin letra definitiva que todos cantamos alguna vez (pueden googlear “London Bridge is Falling Down” y darse cuenta). Entusiasmada con el descubrimiento, continúa con otra cancioncita del jardín, y luego otra. La incredulidad no solo es de la maestra sino también de sus compañerxs, todxs dos o tres años mayores que ella, que a su corta edad comprenden la anomalía del fenómeno, casi sobrenatural.

Si hoy ocurriera algo semejante, seguramente la maestra atinaría a extraer su celular para registrarlo, el video se volvería viral en redes y la TV lo levantaría para relleno de sus noticieros. Era otro mundo, pasaron siglos, una vida. Cuesta creer que aquella niña tocada por la varita del hada musical siga siendo tan contemporánea a nosotrxs.

Aproximarse a Martha Argerich a través de internet es una experiencia intensa y desafiante. A  medida que abrimos ventanas entramos en contacto con la superficie del relato biográfico, una serie de datos solidifican el carácter de mito que ella rechaza, a saber: nacimiento en Buenos Aires un 5 de junio de 1941, tempranísimo descubrimiento del don, primeros maestros en Argentina (Ernestina Kussrow y Vicente Scaramuzza), primer concierto solista junto a orquesta a los ocho años, debut en teatros Colón y Astral a los once, tertulias en casas privadas en las que había otro niño prodigio (Daniel Barenboim), encuentro con Perón en 1954 que posibilita a su familia viajar a Viena y a ella estudiar con el profesor Friedrich Gulda, dos premios prestigiosísimos a sus 16 años, conciertos, festivales, más maestrxs, más premios, grabaciones discográficas, matrimonios, hijas, reclusión y regreso triunfal, enfermedad y superación, amigos, viajes y mudanzas.

Desde aquel momento inaugural la pianista desarrolló una intimidad con el instrumento al que considera un ser vivo. Asegura que hay pianos que son hostiles y no quieren ser tocados por ella. Cuando era chica, a veces, apoyaba un libro en su falda y leía mientras practicaba. De su debut a los ocho años, recuerda que una amiguita sentada en la primera fila no paraba de hablarle, ella escuchaba a la orquesta y a la amiga al mismo tiempo y la hacía callar cuando le tocaba entrar. Una anécdota conocida de su juventud, de cuando vivía en Ginebra, cuenta que aprendió íntegramente una pieza musical escuchándosela tocar a su amiga Cucucha Castro mientras ella dormía, al punto de que cuando fue a tocarla por primera vez calcó un error que Cucucha cometía en un pasaje.

A menos de tres años de su llegada a Europa en los 50, Martha se alzó con dos de los premios más difíciles y prestigiosos, el Busoni de Bolzano y el de Ginebra, con quince días de diferencia y sin practicar. Tenía 16 años. Luego de obtener atención de la prensa y admiración del público, tuvo un impasse a los 20, sintió que no estaba viviendo la vida de alguien de su edad. Se fue a Estados Unidos intentando contactar al maestro Horowitz pero no tuvo éxito, allá vivió un matrimonio fallido, quedó embarazada y dejó de tocar, se sintió sola y perdida. Volvió a Ginebra y retomó triunfalmente su carrera, participando en el concurso Chopin en Varsovia, en el que se consagró la primera ganadora del continente americano. Por una serie de situaciones confusas que involucran a su madre y a su exesposo, perdió la tenencia de su primera hija, con quien se reencontraría 16 años después. Tuvo dos hijas más: Annie, con el violinista y director Charles Dutoit, y Stephanie, con el pianista Stephen Kovacevich.

"Martha Argerich es una persona maravillosa y una artista fantástica, y todavía la amo, pero es realmente difícil vivir con ella –dijo Dutoit–. Ella tiene una forma de vida completamente diferente, le gusta levantarse por la tarde y luego se queda toda la noche tomando café y hablando con amigos. Eso era genial mientras yo no estaba trabajando demasiado, pero cuando tuve que estar preparado para un ensayo a las 10 de la mañana me di cuenta de que simplemente no iba a funcionar. Cuando decidimos separarnos no hubo amargura. Nos divorciamos a las 11 de la mañana y luego fuimos a almorzar y luego fuimos al cine".

Ambas hijas de Argerich crecieron en casas de donde salían y entraban músicxs de todas partes del mundo, muchxs de lxs cuales hacían de niñerxs cuando su madre se iba de gira. Martha reconoce que nunca tuvo autoridad ni con sus hijas ni consigo misma: “No me gusta ser mandona conmigo y no me gusta obedecer”.

En los años 80 decidió abandonar la soledad del escenario casi definitivamente, porque le hacía falta el estímulo de estar con otrxs, y se volcó con vigor a la música de cámara con amigos. De 1982 es el film Martha Argerich & Friends, con los recursos gráficos de un primerizo VHS color. Son tres recitales continuados a dúo: uno a cuatro manos con Nicolas Economou, otro con el cellista Mischa Maisky y el último con el brasilero Nelson Freire, en pianos enfrentados. Con una variedad de tomas de cámara, el centro de la película es la relación dialógica y vívida de los duetos, las reverberaciones, contestaciones, reacciones de los cuerpos en performance musical. Se los ve relajados y divertidos aunque muy concentrados, como si se tratara de un juego de obstáculos. Ni documental, ni mero registro de un concierto, se trata más bien de una película en la que los intérpretes, en vez de actores, son músicos y la partitura es el guión. Leguaje sonoro y lenguaje corporal. Sin palabras.

La trayectoria de Argerich es extratemporal, como si el piano fuera una nave que atraviesa siglos (al menos del XVIII al XXI en los compositores que interpreta) y tecnologías de registro: desde la grabación en disco de pasta de su concierto de los once años, pasando por una filmación de la TV polaca en blanco y negro de su recital en el Concurso Chopin en 1965, hasta la filmación de un celular adentro un carpool que la lleva de Alemania a Suiza (en la que no deja de mirar su propio aparato y recuesta su cara al sol, desinteresada en el asunto), o un recital sin público transmitido en plena pandemia 2020, para el que volvió a tocar sola después de casi 30 años. El carácter multilingüe y multiterritorial de su trayectoria aumenta la dispersión. Es un archivo inabarcable, que crece hacia adelante y hacia atrás en el tiempo, y del que siempre queda algo por revelar.

En una vieja entrevista hogareña la pianista confiesa tener una grabación sonora de su debut a los ocho años, que hasta el momento nunca salió a la luz. “¿Cómo juzgarías esa interpretación ahora?”, pregunta el entrevistador: “Es interesante, hay otra intensidad, otra cosa que fluye. Y los niños, ya sabés… tienen la intuición”. Cuando habla, muchas veces se detiene sorpresivamente en unos puntos suspensivos, dejando el fin de la frase en el aire.

Martha Argerich y Charles Dutoit: La música compartida, es una producción televisiva filmada en dos momentos y lugares: primero, en 1972 en las afueras de Lausana, en la casa campestre que la pianista compartía entonces con su segundo esposo, padre de su segunda hija, director de orquesta predilecto y amigo. Son imágenes hogareñas en blanco y negro en las que Martha luce rozagante en su piano, contenta por las visitas, y mantiene conversaciones encendidas con su compañero: sostiene que no existe la técnica separada de la pieza y que ésta, por sí misma, no garantiza nada. Dutoit se muestra completamente azorado cuando la escucha decir que jamás en su vida hizo ejercicios ni practicó las escalas. Esas escenas se intercalan con otras, a color, de 2004. Para entonces, Martha y Charles ya estaban separados hace más de dos décadas. El mismo equipo de producción los filma en Ginebra, en la antesala de uno de los tantos conciertos de Ravel que compartirían. Los hacen mirarse a sí mismos en aquella vieja filmación, la conversación termina de completarse con el ensayo general junto a la orquesta, donde observamos una química palpable entre ambos.

Está claro que la magia de los recitales no puede reponerse con registros ni retransmisiones, por fidedigna que sea la calidad y nobles las intenciones. Es irremplazable la experiencia corporal y vibracional, el aura del vivo, la sensación de comunidad circunstancial del público sumergido en la misma escucha, en el mismo aplauso. De todos modos, allí está internet: un sinfín de videos esperan ser reproducidos para brindar al menos la posibilidad del simulacro. Y lo cierto es que, con Argerich al piano, no hay pantalla lo suficientemente precaria para impedir el despliegue de su gracia, exploratoria y siempre nueva. Más que extraer sonidos precisos, parece entrar en contacto con un más allá por mediación de su instrumento.

Como los platos más exquisitos, sus sabores entran también por los ojos, la frescura e imprevisibilidad de sus gestos, la ligereza de sus manos y su belleza innegable la vuelven hipnótica. Cuando toca parece musitar, decir cosas por lo bajo: niega, frunce el ceño, se entristece, se preocupa, se alegra, se sobresalta. Es un juego, una conversación, no está sola.

La pianista rechaza con desdén la atribución de palabras como ícono, leyenda o genio: “No hay que exagerar, lo que se requiere es una cierta sensibilidad, imaginación sonora, fuerza de expresión, sensibilidad receptora, pero no somos creadores...”. Como la ejecución musical, vive en un puro presente, lo que hizo en el pasado pertenece al pasado, por eso no le gusta hablar de su vida: “Prefiero enterarme de otras cosas y aprender de los demás. Aparte, no soy narcisista ni estoy tan encantada conmigo”. Su advertencia de no imitarse cuenta tanto para la interpretación musical como para la auto-enunciación: el relato endurece la experiencia, el cerebro va memorizando el camino y se vuelve cada vez más difícil hacerlo de una manera nueva y espontánea, lo que para ella es primordial.

Del mismo modo se niega a ensayar las obras mucho antes de su interpretación en público, busca mantener viva la relación con la composición para sentir los “movimientos del alma” de sus compositores amados, intenta encontrar siempre algo nuevo.

Ha dicho de Schumann que “es un amigo del alma pero sumamente misterioso” y sobre Chopin que “es mi amor imposible, él es muy celoso”. Estos compositores “tuvieron más espacio para desarrollar su propia espiritualidad. Nosotros, los intérpretes, tenemos que sentir algo muy fuerte con nuestra sensibilidad actual, a pesar de todo el ruido, las distracciones, la tecnología… Tenemos muy poco espacio”.

Esa necesidad de sentir estímulos constantes, la llevó a mudarse a una calle repleta de estudiantes de música en Bruselas: escucharlos ensayar le recuerda que ella también debe practicar. Su percepción es ambiental y biológica, cuando toca se ponen en juego múltiples elementos: concentración, inspiración, descanso, alimentación, estado de ánimo, dolencias físicas, clima, acontecimientos del día, astrología. No olvida nunca darse a sí misma un buen trato. Considera que la contradicción es constitutiva de la naturaleza humana. No se doblega ante exigencias externas ni es esclava de agendas, está dispuesta a cancelar compromisos si no siente a gusto, lo cual le ha merecido la fama de que a la hora de sus conciertos todo puede (no) pasar.

En Argentina sufrió dos contratiempos: en 2005 trabajadores del Teatro Colón en reclamo salarial la expulsaron de su propio ensayo, lo que repercutió en la posterior suspensión; en mayo de 2015 iba a dar 12 conciertos gratuitos para la inauguración del CCK y los medios opositores instalaron la fakenews de un contrato por una cifra escandalosamente millonaria, por lo que le comunicó a la entonces ministra Teresa Parodi que no se “sentía capaz de sobrellevar físicamente el venir a Buenos Aires y soportar las agresiones y la violencia”. Finalmente los recitales se concretaron dos meses más tarde, con una demanda de más de un millón de entradas.

De los tantos materiales audiovisuales disponibles, sin dudas la cereza del postre es Bloody Daughter, un ensayo documental íntimo y familiar dirigido por Stephanie Argerich, la menor de sus hijas, estrenado en 2015 y liberado recientemente. En 1986, de regreso de Japón, Martha le trajo de regalo la cámara con que Stephanie grabó gran parte de esta ópera prima. Comenzó a filmar a su madre sin saber por qué, y lo siguió haciendo durante décadas, como si se tratara de un lento aprendizaje de observación.

En las distintas situaciones, que contrapuntean ataques de nervios antes de subir a escena con desayunos en la cama, se muestran distintos tonos de su personalidad. Por momentos Martha se queja: están paseando por el jardín botánico de Buenos Aires y le dice que no se puede filmar y compartir al mismo tiempo. En otro momento le pregunta cuál es la gracia de filmar a una mujer de 60 años recién levantada: “¿Qué querés mostrar?”, y la voz adolescente detrás de cámara contesta “nada, estoy mirando, no mostrando”, sin dejar de enfocar su cara con tierna atención. Transcurre el tiempo suficiente para que se naturalice la presencia de la cámara mientras vemos la consolidación del instinto artístico de la directora. Stephanie es consciente de la tremenda excepcionalidad de su madre, comprende la fascinación que genera en el mundo, y nos ofrece a través de una mirada privilegiada la ratificación de su misterio.

 

 

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