Por Daiana Henderson
Fotos Basso: Gabi Lovera
El fin de semana que pasó hubo una energía vibrante especial en la ciudad. Anfibios como somos, los humores rosarinos se predisponen mejor con los primeros calorcitos. Desde las 13h y hasta bien entrada la noche, tuvo lugar la Marcha del Orgullo, que comenzó en la Plaza Libertad y culminó junto al río: la festividad de la calle tomada por asalto por las identidades disidentes para el ejercicio de la libertad y el derecho al disfrute, lo cual, en el contexto del que venimos, adquiere especial intensidad. La amiga con la que iba a encontrarme me compartió su “ubicación en tiempo real” por whatsapp, y cuando hubo sido el momento me incorporé a la estela de brillos, fluorescencias, desnudeces, bodies de cuero y medias de red, ametrallada a hitazos de Rafaela Carrá, Miranda, Shakira, Rihanna, Lady Gaga, Madonna, Dua Lipa, La Veneno. Un pájaro desde las alturas, o un dron emulando su vuelo, observaría la longitud de la multitud danzante hacia el río. Allá abajo, resaltaría el serpenteo flúo y venenoso de la Carroza Yarará, montada por artistas queer rosarines desde hace 4 años, que también celebraban una reciente victoria frente a los embates del falso progresismo estatal, luego de que su taller de confección fuera violentamente clausurado por la municipalidad.
Hacia el final del recorrido, por Córdoba, llegaba el vientito fresco de alivio, regalo del Paraná, y la multitud (dicen, cerca de 30.000) se concentraba alrededor de un escenario en el que se leerían documentos, se arengaría a la masa, se harían reclamos, y más tarde tocarían músicxs como Leo García, las Mundialmente Famosas y la DJ Laurita Gosh.
Algunas personas nos escabullimos un rato de la concentración para dirigirnos, 300 metros más allá, a un ambiente más tenue, pero no menos intenso, en el Galpón de la Música. La razón tenía que ser lo suficientemente tentadora, y lo era: Maia Basso presentaba su último disco, su primer LP, La pregunta última, producido por el sello local Polvo Boureau, que tuvo su salida en plataformas en mayo de 2021. Luego de una apertura de Di Berto, en un trío de cuerdas (bajo, acústica y eléctrica), Maia desplegó su full set de máquina de ritmos, sample, sintetizadores analógicos y digitales, reverb, procesador de efectos y loopera.
Desde hace varios años, venimos viendo el viaje musical de Maia Basso tomar cuerpo, en proyectos como el trío femenino Aguaviva (desde 2014), en los simples Dorado (2019) y Bebe tu mal (2020), o en la dupla con Gabriel Schubert, con quien tradujo canciones de María Elena Walsh a una estética chiptune. Con su esperado primer disco, de una solidez admirable, demuestra contar con intuición e inteligencia para saber cuándo es el momento, permitiendo que su búsqueda se despliegue en el tiempo y el espacio necesarios.
En las obras que tienen un carácter experimental (sean obras musicales o de cualquier otro lenguaje artístico) los contornos parecen ser menos rígidos, y sus procesos más ensayísticos. En el universo de los géneros textuales, un “ensayo” se nombra así como manera de presentar un corte sobre una materia en la que se sigue pensando (ensayando), guardando la potestad de transformarse e incluso de contradecirse en un futuro próximo. Algo de ese espíritu se comprueba en el recital de Maia, los temas presentan ciertas variaciones respecto a las versiones supuestamente “definitivas” de un disco, un ejercicio de libertad que implica quitarse el corset opresivo de una idea más bien autoral, según la cual una composición debe en cierto punto darse por terminada. Las canciones de Maia, se nota, siguen vivas, y a medida que se interpretan siguen mutando en su propia forma.
Dice Basso: “Hay algo que queda en el lugar de la improvisación y algo que también me gusta ir cambiando, como algunos elementos tímbricos y las dinámicas de las bases que a veces modifico en vivo, vaciándolas en determinados momentos en los que lo voy sintiendo, a pesar de que tengo todos los temas secuenciados por partes previamente, programados en dos de las máquinas. De todos modos desde que grabé el disco cambié algunos sintes, soy muy de la compra/venta de instrumentos y ahí cambié un poco el sonido también, de hecho recién ahora siento que tengo casi mi ser ideal, me encanta cada una de las máquinas que tengo porque son muy distintas y muy particulares. También hay cuestiones que varían en el uso de los efectos de las voces y la interpretación, que le ponen al vivo el toque particular de ese aquí y ahora que hace que no sea igual nunca.”
Este recital, especial por tratarse de una presentación, comprueba la sospecha de que Maia Basso no es simplemente una música, sino también (y sobre todo) una artista. El aspecto visual nunca estuvo, para ella, supeditado a una cuestión de diseño o decoración, mucho menos en este disco, que desde su portada presenta una estética perturbadora y romántica, la cual se continúa en el videoclip de Algo acá, con una tensión entre flores sospechosamente coloridas y la oscuridad de una silueta sin rostro. Esa tensión fue llevada, en el recital del pasado sábado, al plano escenográfico, cobrando vida y movimiento (y vaya movimientos) en el cuerpo de Sofía Coloccini.
La disposición era la siguiente: Maia Basso en el centro del escenario, con su despliegue instrumental, respaldada por tres pantallas cuadrangulares en semicírculo, en las que Mauro Barreca hacía jugar, entrelazar y reaccionar según los estímulos musicales a distintas tramas abstractas o geométricas, que iban de lo orgánico a lo pixelar. Estas dos puntas, lo natural y lo artificial, delinean también el arco estético de Maia, desplazándose desde la hondura de la canción latinoamericana (con resonancias a cantoras como Mercedes Sosa o Violeta Parra) al experimentalismo electrónico de las maquinitas, que también tiene una histórica alianza con las mujeres, por supuesto ignorada o silenciada. Dice la crítica y filósofa Nina Power que “la máquina siempre ha deseado a las mujeres. Las necesita por su destreza, sus manos más pequeñas, su capacidad para trabajar con rapidez y, al menos inicialmente, para pagar menos por ello” y que “si las mujeres han funcionado históricamente como conductos para los sueños de las máquinas, entonces el ruido también tiene una cualidad peculiarmente femenina, desde los servicios de mecanografía hasta las fábricas de tejidos y las centralitas telefónicas.”
Maia lució un discreto catsuit de encaje rojo, diseñado especialmente para la ocasión por Clara Sabetta (integrante de Aguaviva, a quien Basso se refirió como su otra mitad), completado en la parte superior por una especie de hiyab (término que en lengua árabe significa “pudor”, “protección”, “esconder” u “ocultar a la vista”), que la cantante solo pudo usar en la primera canción, debido a las altas temperaturas. En un rincón del escenario, como si fuera su némesis, en un sillón individual, la bailarina Sofía Coloccini vestía un traje similar, pero de encaje marrón oscuro que cubría su cara completamente, sosteniendo de a ratos un ramo de flores o un abanico. Sus posiciones y movimientos propositivos fueron variando de tema a tema, partiendo de momentos de quietud y contemplación, pasando por contorsiones que generaban un efecto tétrico, volviéndose presencia protectora-amenazante a espaldas de Basso, hasta llegar a las acrobacias de alto vuelo en la disciplina de suspensión capital que la llevaron hasta la altura del techo.
Para lx espectadorx, entonces, el foco de atención iba fluyendo, por momentos prolongados la mirada se suspendía en la impactante danza-performance, por momentos en la estridencia hipnótica de las visuales de Barreca, y por momentos en la figura de Maia, recordándonos la mente-corazón que comandaba esta nave nodriza, girando perillas y encendiendo circuitos para crear un ecosistema. La potencia poética de las letras guiaba a los presentes a través de la boscosidad de los sentimientos. “Para mí este año fue mortal en múltiples sentidos y este recital fue como renacer, muy sanador y en parte una apuesta para seguir creyendo en lo que hago”, dice la artista.