Un día con el músico Fernando Vercelli

El tiempo colgado en un cartel

MÚSICA
7 de mayo de 2022

Por Santiago Beretta
Fotos de Maximiliano Conforti

 

“¡Mozo, una copa de cianuro así terminamos con esta farsa de una vez!”, gritó Fernando Vercelli en un bar del centro, en medio de una ronda de tragos de la que nos separan largas noches. Lo cierto es que se nos cayó encima una pandemia, la farsa siguió, sigue y seguirá; y Vercelli, “Fernandito” o “El Chuchu” para las amistades, aún se mueve en busca de un mundo que sea verdad, aferrado al hilo de la vida.

El conductor de la ya legendaria Scraps, esa banda que a principios del 90 propuso el ska para que la gente baile sus penas y sus alegrías sacudiéndose por dentro; el evocador sentimental que con Sorocabana Cocktail y su lounge de arrabal le canta a la ciudad que se fue; el bohemio atemporal que de jovencito vibró con el punk y hoy se embebe en el misterio del tango, no deja de inventar la tierra en la que vive. Y mediante la música y la palabra, en un escenario o en una esquina, en un ensayo o una caminata, la comparte y abre el juego.  

De pie, y en silencio, observa como el cielo entra sin pedir permiso al patio de su casa, en barrio La Guardia, cuando la noche ya es un hecho. Una especie de altar, un santuario personal, se descubre en su cocina. En él conviven Gardel, jugadores de Central del 70, Madness y Chicho Grande, los antiguos bares rosarinos y sus seres queridos. Un libro se yergue sobre un estante, al costado de las fotos: Rosario de Satanás, de Héctor Zinni, que en dos grandes tomos cuenta la vida cotidiana de la Rosario antigua, la de los cabarets y la mafia, la del tango y los conventillos.

Vercelli enciende un cigarrillo y le pasa otro a su amigo, el fotógrafo Maximiliano Conforti, que se vino de Arroyo Seco obsesionado con la idea de fotografiar la entrevista. Una vez en la calle saluda a los vecinos y a las vecinas, que minutos antes de la cena del martes charlan en la vereda, entran el auto o hacen tiempo antes de guardarse definitivamente hasta el otro día.

—Hecha la ley hecha la trampa — le dice a la señora de enfrente, ella le devuelve el saludo rápido y sigue charlando con el de al lado. 

Por Israel avanza decidido y al llegar a España dobla hacia Uriburu. Conforti y yo lo seguimos. La Guardia es el barrio de su padre y más de una vez dijo: “De acá me sacan con los pies para adelante”. Para Vercelli, la ciudad y su gente, sus calles y sus secretos, forman parte de un territorio mágico que inventa y reinventa día a día, nutrido con la nafta de un secreto impronunciable que pareciera venir de más allá del tiempo. Se mueve por el barrio y sus esquinas, por los callejones y por el club como un  peregrino del misterio. En la esquina de Italia y Uriburu se frena y cuenta:

—Acá estuvo el último bodegón, tenía todos los salamines colgados atrás de la barra, al dueño lo estafaron, fue perdiendo todo. Los borrachines que paraban ahí recalaron en un almacén de la vuelta, por Israel. Tomaban en un sótano hasta la mañana, pero ese lugar duró poco.

Cruzamos Uriburu y encaramos por pasaje Turín. Todavía hay bastante tránsito. Los edificios que se alzan a la altura de Oroño son una postal invisible; los árboles y las construcciones nos tapan su visión pero sabemos que están ahí, al igual que las vías del tren que atraviesan el barrio; al igual que el estruendo de las motos y los pájaros que callan.

Llegamos al Club Social y Deportivo Barrio Uriburu y atravesamos la puerta de ingreso coronada por un escudo de la institución prolijamente pintado con esmalte sintético. Damos con el playón y saludamos a los socios que están cenando. En dos tablones puestos en hileras, varias familias comparten un asado, y a un costado dos muchachos se toman un vermouth. Hay un fuego encendido y llega música desde el bufet.

Hubo un cambio de comisión directiva y Vercelli está dando una mano desde hace unos días.

—Me limpié todos los trofeos, que estaban amontonados en ese cuartito —aclara y señala un depósito que hay al lado de una de las parrillas—. Traje un trapo, Cif, Blem… Los estoy dejando nuevos.

Conforti compró unas tiras de falda y unos choris —no pudo conseguir chinchulines—, y tras dejar la carne sobre la mesa saca la cámara, la prende y se queda sacando fotos hasta el cierre del club, a eso de la una de la mañana. Vercelli se mueve con más soltura que en su casa. No se queda quieto.  Habla con todos. Recibe a los amigos y nuestra mesa se agranda.  A fines del 2021 tocó ahí mismo con Scraps, que festejó sus 30 años de trayectoria, y al mes con Sorocabana Cocktail, con quien vuelve a tocar este 7 de mayo. El show —el posta, no la farsa— debe continuar.

—Sorocabana es una máquina del tiempo —explica Vercelli—, y con ella me meto en aquella Rosario, yo alcancé a ver la última parte de eso. Sé que fue terrible, bien noctámbula y con el centro en ebullición. Al describirla la vivo y me aferro a ella. Me gusta lo que puso el periodista Juan Cruz Revello en una nota: “Nostalgia por lo no vivido”. Tengo nostalgia por lo que me cuentan los viejos. Leo cosas del viejo Rosario y siento que estuve ahí. Sin estar yo estaba.

—Recién, parafraseando al personaje de una de tus propias letras, contabas de tus andanzas y decías con orgullo que pateaste “las calles del centro…”.

Eso dice la letra de “Petitero Viejo”, que la hacemos con Sorocabana Cocktail. Cuenta la historia de un petitero que seguramente existió, o de alguno que fue el más cercano al que yo inventé.

La canción habla de un tanguero del tiempo de antes, un rosarino víctima de sí mismo, un calavera que tras las mil noches sin final de su juventud termina acorralado por la decadencia de los años. Con cariño, Vercelli recita:

 

Vos caminaste las calles del centro,
con tu porte sin igual
vos fuiste el último petitero
que vimos por peatonal.

Siempre con La Capi bajo el brazo
siempre en Pico Fino un buen Vermouth para cenar
siempre una sonrisa a flor de labio,
siempre una flor blanca en el ojal.

 

En Youtube puede escucharse este y los otros temas que hacen a la primera parte de “Aeropuertos, sueños y turbulencias”. Iniciada hace aproximadamente una década como Cocktail Real y formalizada hace cinco años con su actual nombre, la banda está por grabar la segunda parte de este proyecto. Además de la voz de Vercelli y la guitarra de Vanyo Broardo (también fundador de Scraps), su música cuenta con el bajo y los coros de Jaq; la trompeta y los coros de Gustavo Fernández; el teclado de Lisandro Fernández y la batería de Lilo Stilling.

La charla la grabamos en una mesa lindera a las canchas de bochas, después de comer el asado y compartir unos tragos con la gente del bufet. “¿Cómo no avisaron que estaban acá?”, dice Conforti al encontrarnos, y dispara su flash desde todos los ángulos posibles.

Al preguntarle a Vercelli por el EP inicial de su primer banda, lo hago con una idea concreta: si con Sorocabana Cocktail recuperó un supuesto pasado perdido, con Scraps se inventó un presente de ensueños. “Avarovia” es el nombre con que nombraban las calles en las que se juntaban en aquel entonces. La zona de Catamarca y Presidente Roca, podría decirse. Pero “Avarovia” es en verdad la dirección postal del sueño y la canción.

—En ese momento solo nos importaba la música. Estábamos todo el día sin obligaciones y sabíamos que ahí siempre íbamos a encontrar a alguien. Nos habíamos aquerenciado, amábamos el lugar y por ese le pusimos así al EP. Un amigo hasta hizo una historieta. Inventó “el kiosco del miserable”, que aparece en la contratapa, y que es el rincón que nos salvaba todas las noches, porque ahí escabeábamos. Y a la pizzería le puso Árbitro, porque el que atendía lo hacía como si fuese un árbitro, entonces en la historieta si te portabas mal te sacaba la roja.

Con Scraps el ska sonó en Rosario, y aquel casete de tirada independiente, que salió a la calle en el 97, se agotó y reeditó más de una vez. La banda creció, rodó más que una bola y supo ser convocante incluso fuera de la ciudad. En el 2000 grabó “La noche del hombre invisible” y en el 2004 se disolvió. Sus fundadores son Fernando Vercelli (voz), Pablo “Vanyo” Broardo (guitarra y voz), Daniel “Hamburguesa” Vega (teclados), Sergio “Kamikaze” Ananía (bajo), Jorge “Watá”n Trinch (percusión y coros), y “Madelén” (batería). Por ella pasaron más de diez bateristas y en los vientos hubo, a lo largo de los años, varios cambios. En el 2009 Vercelli, Broardo y Vega, junto a nuevos integrantes, volvieron a la acción y dieron vida, en el 2016, al “Disco Rayado”.

Scraps ha tenido su momento de fama, digamos. Recuerdo tener trece años y verlos y escucharlos en todos lados…

No nos dábamos cuenta de nada, el tiempo nos llevaba por delante. Cuando empezamos mi hermano me decía: “Ya te van a dar bola”, y más allá de que es una ridiculez el reconocimiento, hoy somos parte de la historia. El ska era un estilo muy bastereado; mal tocado suena a musiquita de circo, suena como chingui-chingui. Nos ganamos el respeto y eso es uno de los mayores orgullos.

Tocaron mucho, la gente los seguía…

El orgullo máximo fue que en los noventa, después del furor de Los Fabulosos Cadillcas, el ska parecía muerto, y nosotros sin darnos cuenta nos convertimos en sus estoicos representantes. Y tuvimos nuestra recompensa: ni en los sueños pensamos que iba a venir Madness, o que íbamos a tocar de soporte con Skatalites. Mi sueño era ver a Madness, que es mi banda predilecta, una compañera de vida. Viste… por ahí admirás a algún artista, pero lo escuchás hablar y decís: “Ay, no”. Con el cantante de Madness y con Spinetta nunca me pasó. Con ellos quedo paralizado, como un nene, se me traba la boca, me ganan los nervios. Es lo que me pasa con Gardel. Me parece imposible que sea de carne y hueso.

¿Fuiste en contra de los mandatos, te la jugaste?

Siempre vivimos así, fuimos por la nuestra. El famoso “a vos te vendría bien el servicio militar”, ir al psicólogo… Esas cosas no las hice nunca, a mí me sirvieron los discos. Mi primer sueño fue cumplido. ¿Cuál era? Que en la disquería Utopía, donde nosotros nos embobábamos viendo discos, esté el nuestro. Después vino el respeto de la ciudad.

Además de tocar con tus bandas, ¿estás cantando tangos?

Exactamente, y la primera vez canté en El Diablito. Te cuenta una cosa: una noche se cortó la luz en el barrio y en la esquina estaban las vecinas, y fui y me canté un par de tangos con ellas. Cantar tango al principio me daba cosa. Por respeto, ¿me explico? Y esa noche sentí que Gardel me decía: “Déjate de romper los huevos, ya sos de los nuestros por todo lo que hiciste. No me nombres más, hace tu carrera, hacete cargo. Y algo habré hecho bien, si cuando llegué les dije que necesitaba algo para la gola, antes de empezar, y me trajeron una sidra medio caliente, y al tercer tango ya me descorcharon un shampan...  

La Guardia es también tu mundo mágico…

Y sí, yo le canto a las cosas que vivo. Hay un tema que se llama “Mundo de Celofán”, parte de un proyecto solista, en el que relato una madrugada en la que vuelvo caminando del centro a casa. Ahí digo: “Crucé una avenida después el Boulevard, divisé la Iglesia, estoy por llegar, busco en el bolsillo, queda un poco más…”.

Crear, como vos decís, tu propia máquina del tiempo; ver en vivo a los músicos que te marcaron y hasta tocar con ellos, leer algo sobre el pasado de la ciudad y sentir que lo viviste…

Es fantasía pura.

¿Hecha realidad?

La realidad se transforma por los sentimientos que vos sentís cuando caminás una calle y decís: “Acá pasó tal cosa”.  Yo puedo ver una foto de la vieja Rosario y estar horas buscando  hasta el último detalle. A veces me quedo obnubilado mirando una puerta por donde paso algún personaje de antaño, ¿me explico? Yo iba a Pichincha antes de saber su historia y sentía una cosa en el cuerpo. Y después me puse a atar cabos, a conocer historias y lugares. Me iba solito a caminar,  me metía en las casas que los libros señalaban. Es más, me inventé bares que no existieron, ¿viste esos delirios?, estaba totalmente obsesionado.

El poeta Julián Centeya dice en un poema dedicado a Homero Manzí: “Cómo nos duele la ausencia de aquel cielo que inventamos Homero, ayer, en la canción”.

Bueno. Eso. Inventar. Yo invento pero es real.  Nunca lo había pensado así. Es real. El petitero que pasa por el centro y se mete en el Sorocabana es real. A veces leo anécdotas y las cuento como si las hubiera vivido. ¿Pero sabés porqué las viví? Por todo lo que investigué, por todo lo que sentí.  Hay conexión, hay una energía corporal.

¿Hay un misterio en la vida?

Todo es misterio si te pones a pensar, y también es un chiste. A veces voy caminando y digo: “Esto es ridículo”. Y de esa estupidez trato de irme al toque y meterme en la música, que es lo que para mí vale la pena. Buscamos vivir las cosas que vivimos para hacer nuestra propia fantasía, para vivir esa fantasía que es real.

Para vivir nuestro tiempo fuera del tiempo…

Por eso uno de los discos que más me gusta es “La máquina del tiempo” de Los Twist. “La máquina del tiempo esta vez funcionó, Tony y Douglas (que eran los de “La máquina del tiempo”, y así se hicieron llamar Daniel Melingo y Pipo Cipolatti) me van a dejar subir”, digo. Juego con esas cosas. Me gusta poner en los temas cosas de otros que me gustan. Me siento parte de esas cosas, cómo no las voy a decir.

Son tuyas…

De todos nosotros…

Las cosas se van, el viejo centro rosarino se está yendo. Pero en esta charla, ¿está vivo?

Y, cuando recién te hablaban en el bufet de la historia del barrio… capaz es una manera de mantenerlo vivo, qué se yo. Pienso en los que van a venir, que capaz que están tan locos por Rosario como yo, y yo vi bastante, pero por cómo viene la historia…

¿Cómo viene?

Viste lo que están haciendo con el centro; ni quiero ir, están destruyendo todo, gente que no entienda nada y por plata… por plata baila el mono. En el 53 querían tirar el teatro El Círculo. Cada vez que entro ahí digo: “No puede ser”. En Corrientes y Urquiza tiraron abajo el teatro Colón. ¿Sabías de la existencia de ese teatro? Y ahora pasás y… ¡nada! Estoy haciendo fuerza para no sufrir tanto, como diciéndome: “No podés ser tan fanático”, porque me pongo mal. Me cuesta, pero antes era capaz de largarme a llorar. Una vez salí borracho de El Diablito, encaré por  la peatonal, me equivoqué de calle y pensé que habían sacado el cartel del Sorocabana, me quise morir. Fue una sensación terrible.

 

 

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