Pablo Comas y Barfeye. 32 y 23 años. Pertenecen a distintas generaciones de la música de Rosario pero coinciden en muchos aspectos. Difieren en otros. La Canción del País generó el encuentro entre estos cancionistas del rock y pop del presente. Dolor y gratificación, derivas existenciales, opiniones sobre la escena local y un viaje a la sensibilidad musical de dos compositores únicos.
Por Lucía Rodríguez
Fotos: Giulia Ant
Pablo Comas llega casi corriendo por Maipú, busca con la mirada y encuentra, se acerca a la mesa. Detrás suyo, viene Ramiro Hernández en la bici; con un gesto, la apoya en un árbol (o la olvida). Es la tarde de un jueves de abril y elegimos encontrarnos a tomar un café en una esquina en la que parece que nada pasó, que nada está pasando.
Pablo tiene 32 años y lleva más de diez tocando, primero con The Perfil, después como la voz cantante de Alucinaria y hace tres años como solista. Su último disco, Hambre (2019) lo presentó con un sonido potente y un grito que invitaba a adentrarse en la incertidumbre del deseo. En el último tiempo comparte singles y videos, explorando nuevos horizontes entre la música y la narrativa audiovisual.
Ramiro tiene 23 años, es el corazón y el cerebro de Barfeye, un proyecto musical que lleva seis discos editados además de varios eps. Luego de un comienzo marcado por componer y cantar en inglés, en 2020 presentó Cómo capitalizar la tristeza, un LP íntegramente en castellano en el que se hace cargo de lo imposible de sacarse el dolor.
Ramiro pide un gin tonic y Pablo ni un vaso de agua. Ambos se conocen pero no son amigos. Los dos se mueven por los matices que proponen el pop y el rock de todas las épocas. No tocaron juntos ni compartieron fecha o escenario. Tampoco son enemigos, entonces, ¿Por qué juntarlos? ¿Por qué salir de la burbuja?
Es que sus canciones calan en la hondura de los cuerpos que estén dispuestos a bajar la guardia, que soporten la incomodidad de lo desnudo, que no se impresionen con lo que está roto y se nombra. Tienen, además, un territorio en común: la ciudad y sus vicisitudes son el escenario en el que viven y producen. “Todos los días me levanto y me pregunto por qué”, dice Ramiro, mientras que Pablo asegura que “no todo el mundo tiene la posibilidad de hablar de sí mismo”. La Canción del País cruzó a estos dos jóvenes cancionistas apostando a lo imprevisible, sin medir consecuencias. Aquí los resultados.
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— Comencemos por el principio. Quiero que me cuenten cómo fueron los procesos que atravesaron al reconocerse músicos y cómo viven con esa decisión.
Ramiro —Eso, ¿cómo es ser Pablo Comas?
Pablo —Perder dinero por cosas que no sé si valen tanto.
— ¿Apostar?
Pablo —Si, y también perder dinero, a veces ni siquiera sé si apostar.
Ramiro —A veces es perderlo voluntariamente.
Pablo —En relación a la música, yo ya estoy acostumbrado, lo veo como una cosa cotidiana. Estoy todo el tiempo pensando en canciones y eso es literal, tanto sean mías, de otros o de alumnos que vienen y a los que les quiero aportar algo. Y después es escuchar música todo el tiempo, estar en eso. Lo que tiene de bueno la apuesta es que uno está rodeado del teatro que se construyó para estar adentro.
Ramiro —¿La enseñanza te afectó artísticamente?
Pablo —Sí, pero justamente porque no lo tomo como enseñanza. Suena como un lugar común pero lo pienso como un aporte a otro que por ahí no siente tener un lenguaje o las herramientas, tratar de que, con lo que tiene, ver si encuentra un camino.
Ramiro —¿Lidias con lo que elegiste?
Pablo —Por supuesto, pero hace tiempo que ya no me quejo. Hubo momentos en los que no entendés lo que hiciste, no entendés para qué, y después recordás que todos se mueren y que nadie se lleva nada y etcétera, y decís sí, estuvo bien. Pero también se puede cambiar el rumbo y se pueden siempre reinventar las cosas.
— ¿Y para vos Ramiro, cómo es?
Ramiro —¿Cómo es ser Pablo Comas?
Pablo —Ahora hago una pregunta yo: ¿Barfi sos vos o es un concepto?
Ramiro —Ninguna de las dos. Yo me llamo Ramiro. Barfeye o Barfi, o Barf es el nombre de un proyecto. El que come, el que se despierta, el que se va a dormir, el que llora y el que se ríe se llama Ramiro. En algún momento pequé de no aclararlo pero no es mi apodo, no lo elijo. A Damon Albarn no le dicen Gorillaz, le dicen Damon Albarn. Tengo una identidad con la que me siento cómodo. A veces uno reniega de todo por su propia condición de artista y después te das cuenta de que sos un idiota, no un artista.
— ¿Cómo es ser Ramiro entonces?
Ramiro —Me despierto, me pregunto por qué, me hago un desayuno, me sigo preguntando por qué, saludo a mis amigos. Cuesta un montón, pero trato de ser mejor todos los días. Eso es lo único que me propuse. O sea, después de probarlo absolutamente todo y de experimentar y de flashearla, realmente me doy cuenta que muchas de las cosas a las que aspiro tienen que ver con cosas ya normadas y normativas, de las cuales renegué mucho tiempo pero en realidad no creo que sean algo de lo que renegar. Sí creo que es importante una cuota de rebeldía en un momento, pero también hay que saber ante qué rebelarse, porque hacer renegar a tus viejos es una actitud estúpida.
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Ramiro intenta esquivar mosquitos mientras escucha con atención a Pablo que, con el ejercicio de la charla de bar en su retórica, habla de ser artista, de cómo esa figura romántica del siglo XIX siempre estuvo alejada del dinero: “Hay que bajar un cambio en cuanto a la soberbia del artista. Como dijo Calamaro (entre las pelotudeces que dice), todos sabíamos cómo era esto cuando nos metimos, no le pedimos nada a nadie, a algunos nos fue bien a otros no”. Ramiro comparte esta visión, acompañada de la necesidad de trabajar por los derechos laborales de lxs músicxs. “En ningún momento quiero sugerir que no sea importante la lucha del artista. Sí creo que es una lucha elegida, y que no es una injusticia…en ningún momento es una injusticia. Hacer arte sigue siendo totalmente clasista”. Ambos convocan a no dramatizar tanto, por el bien de todxs.
Pablo —Hay gente que no tiene la posibilidad de estar acá hablando de si misma. Viste que había una separación entre el arte como algo solemne y muy valioso, en contraposición con el entretenimiento. Pero un artista no es más que un entretenedor. Es un tipo que baila, que canta, o una mujer que baila, que canta, que pinta. ¿No sabías a los dieciocho años que cuando hacés un disco capaz que nadie lo escuche?¿o que lo escuche gente pero que quizás no alcance como para pagar el alquiler?
Ramiro —No te anotaste en medicina, ni en derecho, ni nada de eso. Te compraste un instrumento.
Pablo —No estoy queriendo decir que no valga la pena pelear por los derechos laborales. Por supuesto que estaría bueno que los artistas de la ciudad y del país estén mejor ponderados. Lo que quiero decir es que no laburamos ocho horas en un juzgado, pagando ese precio. Ningún padre vino y nos dijo “¡che! tenés que ser el guitarrista de una banda”, para nada.
Ramiro —Bueno, quizás los padres de Louta.
— Hace tiempo pienso que el acceso y la cercanía que existe entre lxs artistxs y el público en una ciudad como Rosario hace que muchas veces el trabajo se vea menos valorado, ¿ustedes qué opinan?
Ramiro —Yo no estoy de acuerdo. Dani Pérez una vez dijo algo respecto a eso en una nota. No hay factor admiración porque como te cruzás al que podría ser tu ídolo en la verdulería, se lo ve como un par. Yo adhiero a eso, lo que hace a una estrella no es que brille, es que esté lejos, pero no creo que deba ser un privilegio el de la cercanía, me gustaría que lo que hacemos se interprete más como una especie de artesanía, en la que vos tenés un amigo que hace vino o que hace un dulce de guayaba y le compras un frasquito. Hay poca valoración de todos lados, principalmente de los pares. Acá la gente no te ve como un colega, te ve como un amigo o un enemigo, en el arte al menos.
Pablo —Ahí no coincido mucho con ninguno de los dos, para mí lo de la competencia se terminó hace mucho. Primero, eso no lo veo como una característica de la ciudad, sí lo veo como una característica de una ciudad industrial mediana, que tiene una oferta artística enorme, pero un mercado que no acompaña. Por ende, hay menos lugar, menos dinero que repartir entre muchos más y se generan esas celosías. Hay una diferencia entre mi generación y la de Ramiro para abajo, que la veo como La generación, este nivel de cofradía, de comunidad, no existía. Estamos en una etapa hermosa.
— ¿Cómo ven la situación respecto a los lugares para tocar y la relación Estado/privados?
Pablo —Volviendo a la cultura pop a la que pertenecemos nosotros, funcionó gracias al mercado. A vos te puede no gustar el sistema capitalista pero vivimos en un sistema capitalista, ahora cuando el Estado funciona como un privado ahí se genera un problema. Yo al Estado más que pedirle que me habilite a producir fechas en un espacio municipal le pediría que le facilite a los privados ciertas reglas de juego abaratando algunos costos, para que sean los privados quienes corran riesgos con cultura independiente.
Ramiro —Los privados están planteados como enemigos y eso es una estupidez. Para mí sería la posición más cómoda del mundo quejarme, porque yo no trabajo con ellos. O sea, viene a tocar una banda de Buenos Aires y no me invitan. Sería fácil decir estos tipos privatizan, monopolizan. Ahora, te nombro una banda de rock-pop; Bad, una banda de hip-hop, funk; Caliope, una banda de cumbia; Los Peñaloza. Puedo mencionar un millón de géneros distintos y todos trabajan con ellos. Algunos empresarios eligieron bandas under de acá y les pusieron toda la teca. Entonces, si me quejo de los que no hacen nada por la cultura, no me puedo quejar de los tipos que están financiando a otros colegas. Muchos artistas están buscando el enemigo entre los tipos que simplemente optan por no trabajar con uno.
— O sea que los privados son un factor clave.
Pablo —Para que la escena se desarrolle es necesario tener oferta de los privados de distintos tamaños, distintas estéticas, como tuvimos en la ciudad en algún momento. El problema no es cuando la comunidad se equivoca y elige una gestión que le otorga privilegios a los privados; es legítimo que una gestión elija organizar los recursos, eso significa que hay curaduría. En mi opinión, es una política de mierda, pero es legítima. Se trata de no votar a quien administre de esa manera, de organizarse y ganar las elecciones. Básicamente que los músicos, los artistas nos organicemos y armemos movidas.
Ramiro —El privado también es el bar copado.
Pablo —Apostar por lo privado no significa apostar por algo turbio. Es apostar simplemente al riesgo de hacer un laburo para que venga gente. Se han armado bandas y sellos que están amparados por lo estatal, y que funcionan y chapean desde ese lugar ¡Mirá la cantidad de gente que vino a este festival!
Ramiro —Y es el domingo al mediodía en el Parque España
Pablo —Sí, y gratis. Cualquiera que me diga metí tres mil personas, eso no existe. Para mí lo que existe es si cuando toco vienen quince personas, cien personas o las que sean. Cuando alguien dice che, estos 600 pesos valen para ir a escuchar el último disco de Barfeye. Si no es una bola de humo de gente a la que la mantiene otra gente que le pide a otra gente que la siga manteniendo para nunca pagar el precio de nada. De todas las décadas que uno ama, de todas las movidas que uno ama nunca nadie le había pedido al Estado.
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Ya es de noche, las mesas alrededor cambian de comensales. Se habla muy en serio de la música que no es otra cosa que la vida misma. Tanto Pablo como Ramiro se escuchan, pero esta suite se acelera, se prende, descomprime con chistes sin perder la profundidad. Llega el momento de hablar de las canciones, las propias y las del otro. Las canciones son el puente que habilita esto encuentro.
Ramiro —Pablo tiene una sensibilidad propia de los artistas que viven en el mundo que duele. Hay una sensibilidad que solamente te la enseña el dolor y creo que Pablo la tiene, yo disfruto mucho de eso. Su intención es conmover, no se puede decir eso de mucha gente, lo que prima es la conmoción en el otro y eso es algo que se tiene que agradecer. Tiene una forma particular de ver el mundo y encontró una buena manera de decirlo, que es con la ternura.
Pablo —Creo que Ramiro, queriendo o sin querer, termina encarnando el espíritu de todos nosotros. O más bien, todos los que hacemos canciones en la ciudad hace 30 años estamos encarnados en él. Y no digo que sea algo de lo que tenga que hacerse cargo. Tene una capacidad de trabajo con la que concreta todo lo que muchos otros estamos tratando de pergeñar. Es un verdadero obrero de la música.
Ramiro —Mirá que soy un ñoqui de la canción, no trabajo tanto.
Pablo —Además hace algo que admiré siempre: la gente que cambia permanentemente, que muda. Hay una cultura musical en todos los discos de Barfi en los que podés agarrar distintos momentos de la historia del pop, están concentrados en lo que hace y siempre es él. Eso es algo que puede lograr Ramiro y muy poca gente más. Es imposible hacerlo si no escuchaste millones de horas de música.
Ramiro —Es que si no escucho millones de horas de música me pego un tiro en la cabeza. Me parece que no hay nada mejor que pueda hacer un ser humano más que consumir a otros seres humanos. Y una forma de lograrlo sin hacerlos mierda es eso: leerlos, escucharlos, verlos. Lo que une a la obra de Pablo con la mía es que ambos estamos haciendo catarsis. Se podría decir eso de cualquier boludo que escribe una canción pero me parece que realmente es catártico en un sentido analítico como lo hacemos.
Pablo —Si, hay algo parresiástico, creo yo.
Ramiro —¿Qué significa eso?
Pablo —Parresía significa honestidad brutal en griego, pero en realidad tiene una connotación política, el que delante del rey le dice "mira que tenés olor a pata". Yo siento que lo que hago o intento hacer es ser parresiástico, lo noto en Ramiro y en Pablo Jubany también.
Ramiro —Jubany es el tipo que escribe con menos contemplación de la consecuencia posible, es lo que más amo de él.
No —se aclara Ramiro—, lo que más ama de Jubany es el tema “Tengo tanto que hacer”, esa en la que se pregunta si amerita una canción en esta confusión en la que el pueblo y la ciudad coexisten sin una certera explicación. Tanto Ramiro como Pablo encontraron formas de hablar de política, de micropolítica. Pablo cuando dice que piensa políticamente todo lo que hace, y la entiende como gestos, mientras que Ramiro se ve a sí mismo como un ser político y un artista egoísta.
Ramiro —Tengo una postura política, tengo una posición ante un montón de cosas que pasan socialmente, y en mi arte canto sobre mi sexo. Mi música son declaraciones de estado de ánimo, al menos por ahora.
Pablo —La única apuesta política auténtica, real, que uno puede dar a través de una canción es cómo percibís el mundo a partir de existir, de estar acá, de ver cómo te trata ella a vos, vos a ella, ustedes a mí, yo a ustedes. En ese sentido todo lo que hago en las canciones es político.