El sábado 23 de marzo se inauguró el Rancho de la Música, en pleno corazón de barrio la Sexta. Levantado por vecinos y por quién se acercó a dar una mano, su apertura contó con la presencia de músicos de la zona, y con la murga Vamos Che de barrio Alvear. Autogestivo, cálido y de clara postura anti-capital, el lugar se proyecta como foco de encuentro entre vecinos y busca “la posibilidad de originar, de logar, un estar diferente, compartiendo proyectos musicales, charlas o simplemente estando”.
El hombre que vaguea y escucha // Columna
En el vagar, en el estar sin destino, veo la posibilidad de desalinearse, salir de la automatización, relajarse y poder sensibilizarse con lo que nos rodea. Y con escuchar me refiero tanto eso que nos rodea como a la música que está en el aire.
Un plomo gris cubre el cielo y los parlantes en la vereda llenan de triste alegría las calles y callejuelas. Cumbias que se mezclan con ruido de martillos –un vecino arregla su techo y otros pavimentan una vereda-, motos apuradas y gritonas y la eterna conversación sobre el acontecer de la existencia -siempre urgente y vital en los barrios populares- agitan la tarde sobre la barranca de La Sexta, ahí donde calle Pasco se convierte en tierra.
Niños que corretean alegres, curiosos que se arriman y dan una mano y pibes que van y vienen con cables y equipos de sonidos, ajustando detalles para el recital que inaugurará El Rancho de la Música: “Un lugar para juntarse, compartir momentos musicales, brindar apoyo escolar o poder estar tranquilo” dice Alvarito, duende luminoso que, cirujeando chapas y maderas, construyó con amigos este espacio en el patio del rancho donde vive.
En un camión volcador, apenas pasadas las 4, llega la murga Vamos Che, compuesta por 30 chiquitos de los barrios Itatí y Alvear y cuyo origen fue un taller de apoyo escolar que los mismos chicos transformaron, con latas y tarros, en un alegre cantar y bailar. Hoy, con instrumentos, coloridos disfraces y mucho recorrido, ilumina los ojos de las almas de los chicos que los ven actuar. Así sucede, cuando luego de dar una vuelta a la manzana, ejecutan sus canciones de crítica social y orgullo murguero.
Los vecinos, que lentamente se acercan con sus hijos, hacen de la polvorienta calle una cómoda tribuna: un par de sillas por acá, un tronco por allá, un par de maderas y una tabla y todos logran sentarse. Lo más afortunados, sobre las gordas raíces del eucaliptus más grande que vi en Rosario.
“Esto se suspende. Está Bonfatti en la esquina y dice que el Rancho no está habilitado” ironiza un vecino mientras destapa una cerveza. La bronca por el proyecto del Puerto de la Música, que convertiría a gran parte del barrio en un mega estacionamiento, se deja ver en algunos vecinos. Pero la mayoría, quizás más preocupada por el duro sobrevivir cotidiano, apenas si da importancia al tema.
Cuando dan las cinco, comienza a sonar El sonido original de Santa Fe, banda de cumbia del barrio que anima los eventos haciendo bailar a los vecinos con temas propios y clásicos de la cumbia. Hoy no es el caso, donde la gente se limita a ver y en algún que otro tema se mueve un poco o hace palmas.
Juan, que se despertó por el sonido de los bombos, me invita a fumar y me pide fuego. Lavacoches en la Plaza Sarmiento, percusionista de murgas y batucadas, comparte conmigo unas secas y me cuenta la cotidianeidad de su trabajo: “Si somos dos lavando sacamos una moneda, si cae uno más estamos al horno…”. El Migue, que se acerca con la torta asada que regalan los chicos de El Rancho, se suma a la charla y comenta con desinterés la cara de culo de una vecina, que no quiere saber nada con su barrio y que solo piensa en irse (respetando su decisión, nadie quiso colgar una colorida bandera que atravesaría la cuadra y que descansaría, obligadamente, sobre el lomo de su tapial).
“Ey, no entrés más que hay equipos y cosas que se rompen”, le dicen por vez número quinientas a Pedro, un demonio de cinco años que se mete en el Rancho y zarandea frenético lo que sus manos agarran. Pedro se enoja y promete despedazar todo; a los pocos segundos es a otro nene a quién tienen que sacar.
Alvarito, tipo querido y respetado por todo el barrio -su corazón generoso siempre habilita la posibilidad de un estar diferente- me pide fuego y me confiesa: “Hoy no soporto a nadie más”. Su brillo convoca a la gente, que lo busca para compartir una charla, un mate, un cigarrillo. Desde que llegó al barrio, su patio se convirtió en un barco que naufraga en los rumbos crueles de la existencia en este territorio. Hoy no es la excepción y se lo ve rodeado de gente, queriendo desaparecer.
“Vení a preparar todo que en un toque tocamos” le avisan desde los Eternos Inquilinos.
Esta banda, cuyos integrantes se conocieron en las luchas que intentaron frenar los desalojos de los vecinos de calle Ituzaingo 60 bis (desalojos que finalmente se llevaron a cabo) no solo convoca a los vecinos: un público que llega exclusivamente a verlos, mayormente en bicicleta y con aires alternativos, es mayoría cuando suenan los primeros acordes de prueba.
Una dulce trompeta, gritos locos por los micrófonos y la gente comienza a moverse. La tarde agoniza en su crepúsculo y en un cielo violeta se zambullen las lucecitas de colores que cuelgan de vereda a vereda. Unas chicas invitan a los vecinos al carnaval del barrio, a realizarse el 1 y 2 de abril; los chicos de la banda hacen un esténcil con el lema: “Baile pero luche” y la jornada toma su mejor color.
Cumbia. Agite. Alegría y protesta social. Mientras los nenes dibujan, invaden el escenario y agarran instrumentos de percusión o algún micrófono entre tema y tema, el público, que sobrepasa las 100 personas, se mueve viva e intensamente. Así pasa una exquisita versión de “Mariposa de madera” hecha cumbia y un poderoso tema (pareciera que toda banda está condenada a tener su maldito hit) que nos hace bailar y cuya letra nos sacude: “Una monedita para el que pone el lomo/ y para los patrones la llave del tesoro nacional…Qué locura, ay qué locura, qué locura que la gente aún mantenga su cordura/ Qué hermosura y alegría es luchar por las dulzuras de esta vida…”.
“Vengan cuando quieran que vamos a estar todos los días… vivimos acá” dice Luis, cantante de la banda. Sus últimas palabras, quizás, resuman el espíritu de este proyecto. Un grupo de gente que entiende los cambios sociales como parte de la vida cotidiana y no a partir de una militancia concreta. El compartir y el ayudar como actitudes vitales.
Alvarito desafía y dice: “Me aburrí de la limitancia…”. Sin embargo, al lugar se sumaron militantes independientes que hace años trabajan allí (con diferencias y discusiones, ambas partes, inauguran un foco de solidaridad y resistencia).
La banda termina y su público se aleja rápidamente; muchos de ellos sin poner un pie de sus percepciones en el territorio que los rodea. El viejo Luis, guitarrero del barrio, grita su repertorio de folclore y despierta encendidos aplausos con los estribillos más combativos. Los rodean 20 personas que lo escuchan atentamente, pero la gente ya está dispersa y pensando en la cena (el viejo toca unos 20 minutos como una fiera y con aires inmutables, una vez finalizado su cantar, saluda a sus amigos y se va).
El olor de un asado en la vereda nos inunda, junto con los altoparlantes de un enorme camión de verdulería que todas las noches invade las cuadras con sus ofertas. Los chicos del Rancho compran para ensalada; alguien avisa que va por unos chorizos a una carnicería cercana. Algunos vecinos se suman a la comida, y un amable reproche cae para quienes se disculpan y se piantan.
Son las nueve de la noche y el barrio vuelve a su cotidianeidad. El cartel que reza “El rancho de la música” está iluminado por la luz de un vecino; sus letras locas y coloridas rompen la monotonía del paisaje barrial. Su inauguración fue cálida y los que más se entusiasman son los nenes chiquitos; para muchos, es una de las tantas cosas que pasan en el lugar. Lo que pueda suceder con esto – inquietud principal de todos- es lo que está por verse.