Narrativa contemporánea santafesina

Leé un cuento de Juanjo Conti de la antología “9 nueves”

LITERATURA
9 de abril de 2022

Preparada y prologada por el narrador, poeta y ensayista Francisco Bitar y editada por Serapis, la antología "9 nueves" reúne a nueve autorxs de narrativa contemporánea santafesina nacidos a partir de 1983: Diego Oddo, Agustín Gonzáles, Juanjo Conti, Maia Morosono, Natalia López Gagliardo, Raúl Andrés Cuello, Leonardo Berneri, Paula Galansky y Ariel Aguirre. En esta nota publicamos el cuento "Canto" del escritor Juanjo Conti. 

“Hablando de los géneros y el modo de abordarlos, dice Aira que el novelista debe alquimizar la experiencia y el ensayista debe ser inteligente. La peor parte se la lleva el cuentista quien, para Aira, debe “conocer su oficio”. Y decimos que la parte del cuentista sería la peor porque, en la pálida idea de oficio —facultad que, por codificada, se le adjudica en general al periodista—, se licúa todo misterio de escritura, todo atisbo de transfiguración literaria que sí se haría presente en las extrañas regiones de la alquimia y en los enigmas de la inteligencia. (Esta preferencia puede rastrearse en la obra del propio Aira, autor, como todos saben, de inmensos ensayos y novelas, apenas reconocible como cuentista)”, dice Bitar en el prólogo del libro.

“La proliferación, en la última década, de talleres de escritura especializados en el cuento y el poema parece darle la razón a Aira: tanto la novela como el ensayo, acaso por aquel rasgo misterioso del que hablábamos antes, serían géneros difíciles de poner en cintura y así ofrecerlos para su práctica. Se diría que el ensayo y la novela representan los géneros inespecíficos (“hoy cualquier cosa que se ponga entre tapa y contratapa puede ser una novela”, decía Levrero) mientras que el cuento se podría tipologizar, empezando por la antigua idea de conflicto” — continúa el autor de “Historia oral de la cerveza” y “La preparación de la aventura amorosa” —, “Para no entrar en detalles, es decir, mirándola desde lejos, la novela podría reconocerse por ir más allá de sí misma, hacia afuera de sí (la novela se casa con otra cosa para permanecer idéntica: en el caso de la novela aireana, con la experiencia del novelista, mediante la alquimia), mientras que el cuento y el poema, al menos el poema de conato narrativo, estarían contenidos en sus propios límites y podrían reconocerse por la recurrencia de un número acotado de procederes”.

“Este auge de los talleres de cuento y poesía coincide con una explosión exponencial de lecturas públicas, la proliferación de editoriales independientes, la multiplicación de los blogs, la consolidación de algunos premios literarios, etc. Acaso por su crecimiento anticipado y por su pregnancia entre los jóvenes, la poesía llegaría primero a una muestra de sus poetas prominentes con la icónica 30.30: Poesía argentina del siglo XXI. Los talleres de cuento demoraron algunos años más en instalarse, quizá a la espera de que los jóvenes narradores residuales dieran el paso del poema al cuento (lo que efectivamente puede observarse en los y las narradoras sobresalientes de hoy: la mayoría tiene un libro iniciático de poemas, en la estela de lo anterior). En todo caso, el tiempo de maduración ha sido, para el cuento, mayor, y su aparición mucho menos espectacular, pero desde comienzos de la década del 2010 es posible ver a una gran cantidad de cuentistas jóvenes emerger en el panorama de la edición independiente con una serie de coincidencias estéticas que hablan menos de la pertenencia a una generación que de una participación masiva en talleres literarios afines”, escribe Bitar.

“Este libro se inscribe en esa demora (la de venir un tiempo después que la poesía, que siempre está en el presente y dice, antes que nadie, lo que es el presente), pero en esa misma postergación es capaz de captar el movimiento siguiente: el que se sale del formateo habitual con que los talleres tabican el cuento, para mostrar otros modelos posibles, más personales, más artísticos. Este es el territorio lingüístico de Borges, parecen decirnos los y las cuentistas incluidos aquí, y así como lo hizo Borges, nosotros también corremos el cuento hacia afuera, en dirección a la enciclopedia o al diccionario, pero también hacia la fábula o hacia el discurso de la historia o de la época, con los argumentos de la novela pero también con sus procederes (algunos cuentos incluidos aquí no sólo van hacia afuera, perdiendo en la práctica de la escritura la brújula oxidada del oficio, sino que además, en el ejercicio de la digresión, tiemblan en el límite entre una cosa y la otra). El tiempo de esta selección no se corresponde entonces con un bloque o tendencia definida o definitiva, sino con las puntas de un entramado que comienza a deshilacharse: es el tiempo posterior al espejismo de una generación. Estos escritores, por decepción o por tensión o por hartazgo, son la muestra de un tiempo de desintegraciones”.

 

 

Canto

Juanjo Conti

 

Me metí por el patio de los Canto a eso de las diez de la mañana. El hijo de mis vecinos llegaba de los Estados Unidos y querían recibirlo con un asado. Como soy casi de la familia, me habían pedido que me encargara del fuego y, por supuesto, que almorzara con ellos. Yo apenas conocía al hijo porque cuando me mudé al pueblo para jugar al básquet, él estudiaba en la ciudad y venía poco de visita. Al año, mi carrera basquetbolística, que ya estaba en picada, se terminó de truncar por una fractura de tibia y peroné y me quedé como entrenador del Mitre, el único club de la localidad; más adelante, me dieron las horas de gimnasia del bachillerato. La carrera del hijo como ingeniero, en cambio, fue meteórica. Después de recibirse con excelentes notas, entró a traba jar en una empresa norteamericana con sucursales en el país, pero en menos de un año lo llevaron a la casa central en una ciudad llamada Redmon. Se casó con la que había sido su novia durante toda la carrera, una chica que nunca vino al pueblo, y la noche de la luna de miel volaron hacia el Norte. La fiesta fue en la ciudad, pero a mí no me invitaron. Tampoco tenían por qué, ¿no? Era solo el vecino de los padres. Todavía no había sucedido lo del incendio, que nos unió como a una familia de dos casas; no había llegado esa noche en la que oí los gritos, salí rápido a la calle y terminé con una frazada en la mano dándole golpes a la señora de Canto que, en llamas, rodaba por el suelo.

Cuando me llamó Arturo Canto para decirme que el fin de semana llegaba el hijo, me puse contento. Por ellos. El sábado temprano fui a comprar la carne y le dije a Mateo, el carnicero, que me diera ternera, no novillo. Compré cinco chorizos, uno para cada uno, una rosca de morcilla, que sé que a los Canto les gusta, dos kilos de costilla y una tirita de marucha para mí. ¿Estás de asado?, me preguntó Mateo. Y le conté que el pibe Canto volvía al pueblo. ¿A vivir?, añadió. No creo, le respondí con una sonrisa, ese no vuelve más. Mateo me dio la mano, esa mano grasosa, llena de viruta de carne, y cuando salí, me limpié como pude en el pantalón. En la vereda me crucé al presidente comunal. ¿Cómo andás, Gatti?, me dijo bastante efusivo y me estrechó también la mano. ¿Eso es para los doctores Canto?, quiso saber. Me enteré de que el hijo viene de visita. Bueno, mandales saludos de mi parte. Y se metió en la carnicería.

Entré en la casa de mis vecinos por atrás, sin tocar el timbre. Encontré al matrimonio tomando mate bajo la parra. Ya te limpié el asador, me dijo Canto, serio, mientras chupaba con fuerza de la bombilla de alpaca y sostenía la calabacita en el aire. Era canoso, pero casi no había perdido esa mata de pelo que se le podía ver en las fotos de su juventud. La piel, más que colorada, era casi bordó. Un producto raro, mezcla de su ascendencia etrusca y de la vida al sol en el campo. La mujer, que era doce años más joven, se aseguraba de que esa diferencia no se diluyera tiñéndose el pelo una vez al mes. Llevaba el cabello largo y, por lo general, peinado en una trenza. Comparada con los casi dos metros del marido, se podría decir que era bajita, pero si uno la veía andar sola, entendía que sus medidas y proporciones estaban dentro dela media. Los dos habían llegado al pueblo juntos, hacía casi cuarenta años. En una época en la que era raro que un pueblo tan chico tuviera médico propio, este se había hecho con dos. Ya sea luego de una consulta en el hospital o luego de visitar a una familia con un hijo enfermo en una tapera en el medio del campo, era común que les agradecieran con chorizos en grasa o queso de cerdo.

Con algunas ramitas, hojas de un diario viejo y troncos en la base, armé un cono de ignición. Encendí un fósforo y apoyé la llamita contra uno de los papeles abollados y el fuego se extendió. Como la madera estaba húmeda y el tiraje del asador era malo, una nube de humo espeso nos tapó y los Canto se metieron en la casa, Arturo con el mate en la mano y Nélida con la pava. Con más astucia que técnica, me las arreglé para controlar la situación y cuando el fuego tomó una, si cabe decir, forma estable, le agregué más troncos, los más secos que encontré, y lo abandoné con la certeza de que unos veinte minutos más tarde encontraría brasas suficientes para poner la carne. Entré en la cocina y Canto estaba sentado en la mesa cortando un salamín para la picada. Se había puesto los lentes dorados que usaba para ver de cerca, y sobre una tablita de madera apretaba con una mano el embutido para que no se le escapara y con la otra, en la que sostenía un cuchillo filoso con mango de hueso, apuntaba para lograr con precisión de cirujano rodajas tan finas como la física y la óptica le permitían. Luego de cada corte, acomodaba la rodaja en un plato de vidrio para formar una flor. Después del salamín, cortó una mortadela gruesa en medallones circulares y los partió por la mitad. Con los semicírculos, continuó su flor ornamental y finalmente, cortó un pedazo de queso de cáscara colorada en cubitos, que distribuyó en el centro de la obra para representar, adiviné, el polen de la flor. Hice un ademán con la vista para solicitar unos trocitos, pero, por el mismo canal de comunicación, mi pedido fue denegado. No sea malo, Arturo, le dijo la esposa, y cortó una rodaja de pan, desarmó la flor tomando un pétalo de salamín, uno de mortadela y dos cubitos de queso y apiló todo en un canapé que me puso en la mano. Canto reacomodó las piezas para armar una flor de radio apenas menor, admiró su trabajo y se quedó conforme. Cinco segundos después, Nélida, que desde que había entrado a la casa no había dejado de moverse de un lado para el otro, llevando y trayendo platos, vasos y manteles, pasó nuevamente a su lado, tomó una rodaja de salamín con los dedos, se la llevó a la boca y me guiñó un ojo. En su brazo derecho distinguí la larga cicatriz, recuerdo del incendio.

Después de apoyar la carne cruda sobre los barrotes ardientes de la parrilla y oírla crepitar, volví a entrar a la casa para tomar algo fresco. Nélida Canto me sirvió un vaso de soda y me advirtió que había tenido que frenar al marido porque quería asomarse a la parrilla a opinar. Yo nunca asé, dijo ella, pero tengo entendido que no hay nada más molesto para el asador que tener gente alrededor de la parrilla opinando. Después me mostró una fotografía que tenía enmarcada. Ya me la había mostrado muchas veces, pero volvió a hacerlo y recordar sus años de juventud en Azul, antes de irse a estudiar, soltera y más delgada. Canto nos miraba con un semicírculo de mortadela en la mano; con la espera, hasta él había empezado a desarmar la flor. Se metió el pedazo entero en la boca y lo empujó con una rodaja de pan. Voy afuera para con trolar el asado, dije, y salí al patio. Los chorizos estaban inflados. Así que los pinché para ver cómo los chorritos de jugo saltaban y describían parábolas que caían sobre las brasas y producían el típico chillido del contacto entre el líquido y la superficie caliente, curvas que en pocos segundos se desinflaban y se convertían en gotas. Puse la mano diez centímetros por encima de la carne para medir la temperatura y me pareció que podía agregar un poco más de brasa. Con el dorso de la palita, golpeé unos pedazos de carbón al rojo vivo. Eran demasiado grandes, así que los trocé en piedritas resplandecientes. Di vuelta la pala y junté una buena cantidad que luego esparcí de forma equitativa debajo de la carne. El hueso de las costillas aún estaba del lado de abajo. Todavía no hacía falta dar vuelta los cortes.

Juliancito, vení que te muestro algo. Mis vecinos me dicen Juliancito. Para los comentaristas deportivos era Julián Gatti. Para los chicos, el profe Gatti, pero para mis vecinos, siempre, desde que me mudé junto a su casa, soy Juliancito. Me gusta el apodo, así me decía mi mamá. Ya voy, don Canto.

¿Cómo viene el asado, Juliancito? Viene bien, le faltan cuarenta, cuarenta y cinco minutos más, no lo quiero arrebatar. No, dijo él con voz grave y alargó la o, con la mano derecha en alto y la vista baja, faltaría más. ¿A qué hora dijo su hijo que llegaba?, le pregunté. Llamaron desde el aeropuerto hace cuatro horas más o menos. ¿Cuatro? A ver, ¿qué hora es, Nélida? Las doce, Arturo. Entonces, sí, cuatro horas. Ocho, nueve, diez, once, doce. Llegarán a la una, si no se atrasa el remís. Bueno, lo tranquilicé, para esa hora el asado va a estar listo; en todo caso, le saco un poco de fuego. Sí, mejor, me dijo. ¿Y qué me quería mostrar, don Canto? ¡Ah, vení! Lo seguí dentro de la casa, hasta una puerta que siempre estaba cerrada. La abrió; yo nunca había entrado en esa habitación. Había una camita hecha, un escritorio de madera y una repisa. En la repisa había no menos de diez trofeos de plástico pintado de dorado. Canto me estaba contando de la vez que llevaron al hijo a un torneo de fútbol en otra localidad cuando la esposa nos pegó el grito de que había olor a quemado. Lo dejé hablando solo y corrí a dar vuelta la carne y sacarle fuego. El hueso de la costilla estaba negro y lo tuve que rasquetear con un cuchillo.

La señora Canto ya había puesto la mesa en la que íbamos a comer y de la picada en flor solo quedaban al gunos quesitos. Miré al cielo y vi como una nube negra se acercaba a mucha velocidad. Tanta que en pocos se gundos el patio se oscureció y el sol dejó de calentar las lajas que formaban el caminito entre la casa y el asador. ¿Se viene la lluvia?, gritó Nélida desde adentro. No, la intenté tranquilizar, es una nube pasajera. No había terminado de pronunciar la última palabra cuando un trueno hizo temblar los vidrios de las ventanas y una lluvia de gotas finas, pero constantes, me hizo huir del asador. Enseguida, Nélida buscó un toallón para que me secara y un paraguas para que pudiera terminar mi trabajo. Me saqué las zapatillas y las medias para no mojarlas más y, descalzo, salí, con el paraguas en la mano izquierda y un tenedor en la derecha, a inspeccionar los pedazos de carne que se estaban terminando de cocinar. ¡Esto en quince minutos está!, grité para hacerme oír sobre el ruido de la lluvia que se había puesto más copiosa y más molesta. ¡Pero Juliancito y la mujer todavía no llegaron!, gritó Canto y empezó a moverse como un robot que tiene un cortocircuito. Sí, un detalle onomástico, el hijo de los Canto y yo tenemos el mismo nombre. Le saco todo el fuego y esperamos, le contesté ahora sin molestarme en gritar. Armé un montoncito de fulgor naranja, le puse arriba unos troncos secos para no quedarme sin brasa y me volví a meter a la cocina. ¿Y ahora qué hacemos para esperar? ¿Rehabilitamos el mate?, propuse. Nélida Canto puso la pava al fuego, tiró casi toda la yerba húmeda en el tachito de la basura y lo cargó con yerba nueva. Como toque final, un chorrito de edulcorante, como era su costumbre. ¿Sabías que en Córdoba no ponen más azúcar en la mesa de los bares?, me preguntó Canto. El que quiere azúcar, que la pida. Por ley. Una cuestión de salud pública. Entonces los tucumanos se sintieron agredidos y prohibieron que se sirva en los bares de Tucumán salame de Caroya, maní cordobés, Fernet con Coca.

¿Condimento la ensalada o espero?, dijo la mujer. Esperá un poco, Nélida. O si no, que después cada uno se la prepare en el plato. Ya sabés que a Juliancito no le gusta con vinagre. En la antigua Pompeya, se puso a con tar Arturo Canto, en todas las esquinas había un depósito de dos o tres mil litros que se llenaba con un acueducto que bajaba de la montaña y de ahí salían los caños que daban agua a todas las casas, pero era agua sin tratar. Para evitar el cólera, el tifus y todas las enfermedades que se transmitían a través del agua en aquel tiempo, le agregaban vinagre. ¿El vinagre qué es?, le pregunté. Es ácido acético, un gran bactericida. Yo estuve dos veces en la ciudad actual, agregó, me deslumbró. Me deslumbró por que no imaginé que doscientos, cuatrocientos años antes de Cristo, quinientos años antes de Cristo, el ser humano ya tuviera cañerías de agua tan similares a las cañerías nuestras, con la boquita, el caño que se mete adentro; las calles adoquinadas también muy similares al adoquín nuestro, nada más que, claro, como usaban animales para el transporte, o sea, todo tracción a sangre, al final del día, las calles estaban tremendamente sucias; abrían los depósitos, soltaban el agua y lavaban las calles. Tenían de todo; en los mostradores de los restaurantes, por ejemplo, había cavidades para poner ollas con agua hirviendo y mantenían caliente la comida antes de servirla. Bueno, le dijo Nélida a Arturo y le puso una mano en el hombro. Sí, sí, está bien, perdón, a veces me pongo a hablar y no paro. ¿Qué hora es, che? ¿Qué hace este Juliancito que no llega todavía? Lo podría haber hecho yo al asado, disculpame, pero Nélida ya no me deja, desde esa vez. Bueno, vos es tuviste, desde esa vez que casi quemo la casa. No se haga problema, don Canto. Pedí un mate y en ese momento, sonó el timbre.

Era Juliancito, el otro, casi tan alto como yo, pero en corvado y con lentes. Entró con las valijas en la mano y la esposa por detrás. Hola, hola, saludó a los padres con un beso y a mí con una leve inclinación de cabeza. Ya hay olor a asado, dijo entre risas. Apoyó su carga y fue directo al asador. Esto está muy bien, ¿eh? A ver, prestame. Me sacó el tenedor de la mano y me dio una palmadita en la espalda. Gracias, me dijo. Podés ir, nomás. Yo lo termino.

 

 

Juanjo Conti (Carlos Pellegrini, 1984) es programador y escritor. Ha publicado las novelas Xolopes, Las lagunas (Editorial Municipal de Rosario, 2014 y 2019) y Las iteraciones (Contramar, 2019). Escribe esporádicamente en medios digitales y ha desarrollado el software libre Automágica. En 2022 publicará la novela Los quemacoches (UOIEA!). “Canto” estaba inédito hasta la presente antología.

 

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