La editorial rosarina Baltasara lanzó nuevos títulos que se suman a su catálogo de más de 100 libros publicados a lo largo de dieciséis años de historia. Se trata de las novelas Cognac de María Bohtlingk y Las horas chicas de Manuel Álvarez; y el poemario Todo lo que antes era luz de Fernando Canzani. En esta nota, gentileza de la editorial, publicamos fragmentos de ambas novelas.
Baltasara nació en 2009, recogiendo la tradición del librero y editor español Laudelino Ruiz, radicado en Rosario entre 1930 y 1972. A partir de 2012 los libros de Baltasara se empezaron a comercializar en librerías, unos años después la editorial sumó convocatorias anuales abiertas como “método principal de selección de trabajos a publicar”. Tras el fallecimiento en 2022 de la directora editorial y creadora del sello, Liliana Ruiz, la tercera generación de “entusiastas del mundo editorial” tomó el desafío de continuar su labor “manteniendo la impronta de su iniciativa, como un legado familiar”.
Baltasara cuenta con siete colecciones -Narrativa, Poesía, Teatro, Ensayo, Patrimonio, Testimonio, Andrómeda y Monona- y pretende a través de su catálogo “promover y difundir las obras de escritores locales, nacionales e internacionales; rescatar la memoria de hechos acontecidos en Rosario y en el mundo y abarcar temas de interés en el campo de las artes y las ciencias”.
Maria Bohtlingk nació en Buenos Aires en 1973. Es licenciada en Ciencias Políticas por la Universidad de San Andrés. Desde muy joven recorrió varios países de medio oriente, el sudeste asiático y el continente americano. Fue periodista hasta que se instaló en París. Durante sus años de residencia estudió arte y literatura francesa y abrió una galería de arte especializada en cerámicas de los años 30 y 50. De regreso a su país, el trabajo la llevó a vivir a Mendoza para dedicarse a la destilación de alcoholes y estudiar Enología en el INTA. En la pandemia migra a Bordeaux donde reside actualmente. Su libro de cuentos, Tres Fuegos (2020) resultó finalista en la Convocatoria Cuentos del sello Baltasara. Cognac es su primera novela.
Manuel Álvarez nació en Buenos Aires en 1986. Es escritor y editor en Editorial Marciana. Publicó las novelas A ninguna parte (2019), seleccionada para la Semana Negra de Gijón XXXIII, y Una nube viene (2023); y el libro de cuentos Nadie sale de acá (2022). Su novela Las horas chicas, publicada por Baltasara Editora, fue seleccionada de las convocatorias de la editorial.
Bordeaux, septiembre 2021
—¿Qué hacés? —pregunta Sophie por whatsapp.
Estoy esperando que mi hija se suicide para empezar a vivir. Quiero contarle la historia de mi exilio que se sigue escribiendo. Una línea por día. Cada letra me ayuda a ver algo. Cada gota de vino. Cada gota de cognac destilado. Cada pastilla partida en cuatro de Rivotril.
Le mando un emoticón de taza de café.
Todo me resulta absurdo. No entiendo, la vida sigue funcionando como si no pasara nada. Tengo que hacer la cama, las compras, hablar con el banco, probar las muestras de cognac, buscar excusas para mandar mensajes a mi hija y estar segura de que me contesta.
El día pasa lento. A la tarde Clem vuelve del colegio, sube directo a su cuarto y se encierra. Voy a la cocina para ver qué cocinar esta noche. Pienso en prepararme un té rojo bio, aromatizado a vainilla y almendras. Abro la heladera. Mi vecina, Delphine, me trajo de regalo una caja de cartón con una canilla de plástico. Adentro tiene cinco litros de vino: rosé de Provence. Lo hace un amigo, dijo, el rosé de Bordeaux no es rico, demasiado dulce. Es verdad, es como comer caramelos, le falta acidez. El cartón está en la heladera, siempre frío, y es más rápido que preparar un té.
Agarro una copa de vino enorme, le pongo hielos, la pongo bajo la caja y aprieto el botón de la canilla, el vino sale como cascada, más rápido de lo que mi pulgar y dedo índice pueden controlar. Huele a durazno, a fiesta, a peras y especias, a verano, a mango, a que no pasa nada, me lo acerco a la oreja y muevo la copa, suena a cascabeles, a juventud.
Delphine llega justo cuando voy a subir al cuarto de Clem para ver si está bien. Tiene un pantalón negro y una camisa blanca, o crema, con un detalle de color en el cuello. Los aros le hacen juego con el collar. Se nota la peluquería: los rulos le caen prolijamente desordenados sobre los hombros. Sus uñas, bien limadas, pintadas de rojo bermellón, se mueven cuando habla. Tiene una piedra grande en el anular derecho. Trato de acomodarme el pelo, lo tengo levantado en un rodete suelto. Escondo las manos en los bolsillos del jean que usé toda la semana.
***
¿Qué mierda miran?
Creo que lo mejor es empezar diciendo que Romina está muerta. Soltarlo. Ya está. Digo, si voy a escribir sobre ella me parece que esto lo tengo que dejar bien claro desde el principio, ¿no?
Lo repito: Romina ya no está más. Se fue, partió, murió. C´est fini. Lo escribo y borro, lo escribo y borro, no importa la forma en que lo escriba, pienso, la realidad es la misma. Romina. Muerta. Punto.
Tendría que decir que de esto ya hace un año, poco menos, sí, yo venía manejando volviendo del festejo por los cuarenta de Rimro y Rimro cumple a mediados de agosto, el 16 de agosto, escribo esto a principio de mayo, no llega al año. Venía manejando y me llama Vane, su hermana, la hermana de Romina, digo. Eran las dos de la mañana. Vi su nombre en la pantalla del celular y pensé lo peor. Un llamado a esa hora de la hermana con la que no hablaba… ¿hace cuánto que no hablaba? Por lo menos desde el cumpleaños de Helenita, casi un mes atrás. En fin, nada bueno podía salir de ahí. Pensé lo peor y era lo peor. Tantas veces presagiando tragedias que no se cumplían y ahora estaba a punto de cumplirse, de darse la puta coincidencia, y no quería atender.
Dejé que sonara, bajé la velocidad y tiré el celular al asiento del acompañante. Fue una reacción instantánea, como si el celular quemara. Y dejó de sonar. No había hecho un kilómetro y otra vez lo mismo. Dejé que sonara una, dos, tres veces y a la cuarta lo agarré con la mano derecha mientras con la izquierda sostenía el volante. Vane estoy manejando, llego y te llamo, dije. No, escuchame, frená, dijo. Y ahí lo supe, no hacía falta que dijera nada. No puedo estoy en la Panamericana, dije. Por favor, frená. Acomodé el celular entre la oreja derecha y el hombro y vi que adelante, a unos 500 metros, tenía una salida, entonces puse el guiño y me metí. De fondo se escuchaba la respiración entrecortada de Vane que hablaba con alguien como podía. Está buscando lugar para estacionar, escuché. Apenas crucé la salida, frené con mitad del auto sobre el pasto al lado de una rotonda. ¿Helena está bien?, pregunté. Sí, Helena está acá con nosotros, lo que pasó fue que Romi…, dijo, y se quebró. ¿Qué le pasó a Romina, Vane?, pregunté. Del otro lado volvían sollozos. Otra vez: Vane, escúchame, ¿qué mierda le pasó a Romina? Escuché un suspiro, como si tomara aire. Se murió… Ro se murió, dijo.