Lo que aprendí de las bestias

La cineasta Albertina Carri publicó su primera novela

LITERATURA
21 de enero de 2022

Por Marcelo Bonini

Lo que aprendí de las bestias es la primera novela de la cineasta Albertina Carri, pero no el primer acercamiento a su vida a través de la forma y la expresión artísticas. Para confirmar lo último, basta ver Los rubios o Cuatreros. La diferencia entre esas películas y esta novela consiste en que lo que era lateral en aquellas aquí se vuelve central. Si bien la narradora y personaje principal de Lo que aprendí de las bestias no coincide punto por punto con Albertina Carri (por ejemplo, Carri tiene un hijo, Furio, y dos hermanas, no una, datos que no aparecen en el libro), no cabe duda de que se trata de una novela deliberadamente autobiográfica, cuyo núcleo central es la familia. 

Hace más de 100 años, en 1909, Sigmund Freud vinculó la forma narrativa de la novela y los conflictos familiares inherentes a la forma social y psíquica de la familia bajo el nombre de “novela familiar del neurótico”, es decir, el relato de la épica personal por alejarse de la familia de origen mediante fantasías de sustitución o modificación de los vínculos en aquella, lo cual, aquí, está agravado por el hecho de que la madre y el padre de la narradora y su hermana Lucía están muertos: fueron asesinados por la última dictadura, bajo la mirada de sus hijas, todavía niñas. Entonces, como una fábula o un cuento de hadas despojado de toda solución mágica, las dos niñas quedan a cargo de una familia que no las quiere y que, en mayor o menor medida, siempre sospechará de ambas a causa de la historia y el fin de su madre y de su padre. Excepto por una abuela que se ocupa del futuro financiero de las hermanas, el resto de la familia (“el polo tóxico”, como la llama la narradora) está compuesta por personas crueles que ocupan el rol de antagonistas.

En paralelo con el alejamiento de la familia de origen, el título del libro nos da una clave de qué tipo de novela vamos a leer.  El contacto con el mundo exterior, los otros y la sexualidad son nombres para “novela de aprendizaje”. El aprendizaje al que se refiere el título de la novela se explicita a pocas páginas de comenzada la narración. Parte de la infancia de la protagonista transcurre en unos campos familiares en Lobos, provincia de Buenos Aires. Allí, esa niña corre junto a sus perros y monta a caballo. Para que no ande a cuatro patas, su familia la envía a una escuela de monjas, pero incluso luego de su paso por esa institución, la lección de los animales perdura en la narradora: una búsqueda de autonomía e identidad.

Por suerte, Lo que aprendí de las bestias no quiere ser edificante. La recién mencionada “búsqueda de autonomía e identidad” no se convierte en un relato moral de una heroína-víctima de carácter intachable. No hay dejo alguno de autoayuda, de camino de autosuperación personal. Carri no oculta la extracción de clase de la protagonista y sus obvias ventajas materiales, ilustradas por las propiedades de su familia y la herencia que eventualmente recibe. 

Hay una escena cruel, pero sin regodeos ni reflexiones: en medio de una filmación, la protagonista asesina a un gatito para incluir la escena en un corto. Ni siquiera justificada en aras de un propósito artístico o de verosimilitud, la muerte de ese animal destierra todo bienpensantismo.

El estilo veloz de Lo que aprendí de las bestias va al ritmo en el que se suceden las amantes de su narradora, algunas de ellas en pareja o casadas con un hombre y madres, como el caso de Juana, con quien la protagonista va y viene a lo largo del tiempo, en medio de otras relaciones más o menos casuales. El apetito sexual en primer plano y el número de parteneires no levantan la bandera del desenfreno o de alguna liberación esquemática. Por el contrario, en paralelo a esto, la pregunta por cómo construir un vínculo con otra persona (¿cómo amar?) permea e interroga a la narradora.

La velocidad del estilo en el que Carri narra se ve a veces detenido por una tendencia a la reflexión, quizá herencia de ciertas novelas del siglo XIX o, mejor dicho, de cierta idea de novela. La reflexión corta la narración y se deja ir por los caminos de la conjetura en mayor menor cantidad de líneas. Más aun detienen la narración, en medio de estas reflexiones, pero en otras partes también, algunas elecciones léxicas, ahora sí, sin dudas derivadas de cierta idea de prosa literaria: encontrarse con “resuello” y “agrura” en una novela autobiográfica cuya acción transcurre en gran parte en la ciudad de Buenos Aires es, por lo menos, desconcertante: el tono general de libro no va por ahí y, para colmo, ambas palabras se encuentran en la misma frase. Habría que leer los poemas de Carri para saber si ese desconcierto habita solo en su prosa o también en sus versos (Retratos ciegos, Mansalva, también editado en 2021, ilustrado por la integrante del grupo Mondongo Juliana Laffite). 

 

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