Ficción

Conocé a Marcos Lizenberg: publicamos un cuento de su primer libro

LITERATURA
24 de agosto de 2025

 

Marcos Lizenberg nació en Buenos Aires, Argentina, en 1989.  Es diseñador y trabajó en el ámbito periodístico y editorial. En 2019 comenzó una experiencia migratoria que lo llevó a Dinamarca, Italia, Estados Unidos y España. Actualmente vive en Barcelona. Reseñas y textos ficcionales suyos aparecieron en diversos medios. En esta nota publicamos el cuento Regreso a la Luna, perteneciente a su primer libro "Museo de la basura".

 

 

Regreso a la Luna

 

En 1969, en el barrio residencial de Recoleta, Buenos Aires, un chico de once años espera con ansias la transmisión del alunizaje. Es consciente de la dimensión histórica del hecho. Se pasó las últimas semanas investigando -en la biblioteca municipal, en charlas con los profesores del club, incluso hojeando la Enciclopedia Británica del vecino- las chances de que haya vida en la Luna. Su conclusión es que la probabilidad, además de real, es alta. Durante el almuerzo familiar de aquel 20 de julio declara, con la voz trémula por la emoción, que es científicamente posible que esa noche vean a un extraterrestre. No estamos ante ningún improvisado: en caso de que el debate recrudezca, el chico se dejó a mano un abanico de citas autorizadas, explicaciones y datos duros que respaldan su controversial afirmación. Pero el padre, para su sorpresa, le ruega que no pierda el tiempo con fantasías. La madre responde algo desvaído sobre su rendimiento escolar. La hermanita, sorprendida por la necesidad de contribuir al desprecio general, se burla de su precoz astigmatismo.

Cae la tarde y la familia está reunida frente al televisor, todos embutidos en el sofá excepto él, que no sabe dónde ubicarse. Si estuviera solo, cerraría todas las persianas hasta quedar completamente a oscuras, se sentaría con un almohadón en el piso, pegado a la pantalla, y sintonizaría la transmisión a máximo volumen. Pero ellos, los otros, se han empeñado en hacer de esa transmisión histórica otra de sus vulgares celebraciones, con vermut, aceitunas y pategrás para los adultos, y jugo de naranja para los niños. Así que al chico no le queda otra opción que exiliarse detrás del respaldo del sofá, apoyar la espalda en la cómoda de la pared del fondo e intentar que la distancia con la TV no atente contra su percepción. Más allá de él, su padre es el único que no puede ocultar cierta excitación: se sienta y se levanta, da vueltas y se agacha, se vuelve a incorporar. Juega con una filmadora portátil Bauer, que un amigo alemán, de visita la semana anterior, se pasó presumiendo para luego olvidar en el vestidor del descanso. Ahora ya es tarde: el amigo está de vuelta en Frankfurt, y el padre ha desarrollado una fascinación infantil por la máquina. Al muchacho, ese entusiasmo le parece, además de exagerado, descaradamente inoportuno... ¡Justo ahora tiene que andar moviéndose por todo el comedor, en el momento más importante de la historia de la humanidad! Por suerte, el inicio de la transmisión obliga al hombre a dejar la Bauer sobre la mesa, orientada hacia el televisor. Después le pide a las mujeres que le hagan espacio y se deja caer entre ellas. (Hay algo en ese desplomarse, en la rotundidad impune con que el padre suelta su cuerpo, que al chico lo humilla entero, como si le hubieran vaciado un balde de vergüenza en la cabeza. ¿O es el disparo de un recuerdo, en realidad, lo que lo empapa de angustia? ¿No soñó anoche con un asesino melancólico, un asesino muy cansado o desdichado, dejándose caer sobre una silla junto a su cama, mientras afuera unas piedras duras y doradas como pepitas de oro caían sobre la llanura?)

Unas horas más tarde, la sala de operaciones de la NASA resplandece en el televisor y unos hombres de traje observan unos monitores. Son imágenes emitidas en directo, y esa simultaneidad entre la Luna, Houston y Buenos Aires parece cargar cada imagen de la transmisión de una incredulidad magnética. Ahí están el paisaje árido, las sombras larguísimas de las rocas, los astronautas recortados con una precisión dolorosa sobre la maciza oscuridad. En cierto momento, el chico cree ver, en el reflejo de un casco, una figura humanoide y azulada. Da un salto y pregunta, con el corazón en la boca:

- ¿Vieron eso?

La madre pregunta, en un murmullo displicente, de qué habla, pero un desangelado coro familiar le suplica que se calle, que quieren escuchar. La transmisión sigue su curso, sin sobresaltos. El chico no lo puede creer. Su frustración alcanza una frecuencia ensordecedora que lo obliga a pararse, a correr, a encerrarse en su cuarto de un portazo. La voz del padre le llega deformada: «¡Tanto que quería verlo, y ahora se lo pierde!».

Pasan los meses. El chico no sabe qué hacer con su convicción. Muy a su pesar, se ha rebajado a pedirle a su padre la filmadora Bauer, en la sospecha de que el descubrimiento puede haber quedado registrado en la cinta casera. Pero el padre le explica que, al día siguiente del alunizaje, se decidió a devolverle la filmadora a su amigo alemán, por encomienda. El hijo le grita y lo insulta. La madre lo visita en su habitación, unos días más tarde, para hacerle ver su falta de respeto. El chico llora y pide perdón, pero en su fuero interno no se arrepiente de nada. Él sabe lo que vio, y sabe lo que vale. Algunas noches, entre palpitaciones, intuye que tiene correligionarios esparcidos por la faz de la Tierra, personas tan comunes e inofensivas como él que son también dueñas de un secreto evidente y que, en ese instante, también luchan por conciliar el sueño. A veces lo abruma imaginar que es el único dueño de una verdad terrible, y entonces cree que su misión en la vida es arrojar ese conocimiento -aunque en la travesía pierda lo más valioso que tiene: su vida- en el magma benévolo del saber universal. En cualquier caso, se niega a entregarse a esa culpa mezquina, remota, que lo asalta en los momentos más inoportunos. Está seguro de algo: lo que vio, lo vio. No tiene pruebas pero tampoco dudas.

Unos años más tarde, una revista para aficionados de la astronomía titula que hay eminencias de la Física que desconfían del alunizaje. El muchacho divisa la publicación a lo lejos, desde una esquina. En la portada, un astronauta clava una bandera que dice TOP SECRET en el centro de un cráter lunar. La euforia del adolescente es tal que comete una travesura: manotea un atado entero de ejemplares, putea al canillita desprevenido, escapa. A las tres cuadras se refugia en un garaje abierto y lee con voracidad. Para su decepción, la hipótesis es otra: parece que la transmisión fue en realidad una película de ficción, muy sofisticada, a cargo de un director de Hollywood. Un truco del imperialismo yanqui para mostrarse superior ante los rusos. Ese día el muchacho entiende que, si las respuestas no están en la prensa, debe buscarlas en la literatura. Pero no en la literatura que leen todos, vigorosa y fraudulenta, si no en la otra, la que circula lenta y pesadamente por las alcantarillas de la sociedad. Antologías de ciencia ficción, ciclos de cine gore, documentales de Europa del Este, libros de masonería, discos de rock reproducidos hacia atrás, informes clasificados del Pentágono que solo pueden ser hallados en cándidos fanzines anarquistas. En su mente se va deshilachando un ominoso identikit: 1) pies planos y sin dedos, como aletas, 2) los huesos largos, estirados, 3) ojos de sufrimiento, que parecen rezar o implorar, 4) hombros caídos, como de esclavo, 5) orejas de conejo.

Con los años empieza a cosechar algunos colegas, con quienes se junta a debatir en sótanos polvorientos. Como él, son adultos llenos de una energía adolescente, imparable y pegajosa. Como él, tienen el pelo fino y revuelto, y se les junta saliva en las comisuras de la boca. Sin embargo, no termina de sentirse uno de ellos. Sus colegas fuman y beben y se ríen, y se pasan los días discutiendo sobre militares, mensajes cifrados, organizaciones secretas. Pero cuando él propone hacer una expedición a Nuevo México para encontrar el Área 51, nadie lo apoya. En el fondo, aunque no lo digan, no le creen. En el fondo, piensa con dolor, también son el enemigo. Le duele porque son ellos a quienes telefonea, aquella madrugada frenética, para que vayan a su casa a admirar el retrato del alien que dibujó, en un trip de ácido, sobre el patio de baldosas. Son ellos quienes se acuerdan de su cumpleaños, y le organizan un festejo y le regalan su primera radio a transistores, para que espíe libremente las conversaciones entre pilotos. Son ellos, al fin y al cabo, quienes él podría considerar sus amigos, si no fuera porque le niegan lo que más necesita: su fe. Aunque no los perdona, en parte los entiende. Para ese entonces ya corre la década de los 90’ y el video de la llegada a la Luna se consigue en cualquier videoclub de la Argentina. Como él mismo se ha encargado de constatar cientos de veces, la toma en cuestión, el fragmento que lleva grabado a fuego en su memoria, no está -desapareció. Alguien lo recortó de la grabación original, y por lo tanto de las páginas de la Historia.

A fuerza de labores de cadetería para una fiscal amiga de su madre, de unos gastos personales monásticos y de un convencimiento indestructible -ciego incluso a su terror atávico a volar-, logra viajar a Roswell en el invierno boreal de 2007. Cuando sale del aeropuerto, mira el cielo rasgado por nubes aguja y siente, por primera y única vez, que su vida tiene sentido. Esa sensación de éxtasis en el pecho irá disminuyendo con cada paso de su itinerario, como si hubiera tomado, sin querer, una escalera de descenso hacia la abulia. Por comodidad, alquila el mismo auto que tiene en Buenos Aires, del mismo color, un Palio gris plomo. La ruta estatal 375 lo lleva a Tikaboo Peak, pero las pobres vistas que obtiene, incluso utilizando sus binoculares infrarrojos Leitz, lo empujan a intentar una cima más alta. Sabe que acampar ilegalmente en las cercanías del área 51 puede hacer que lo deporten, pero se dice que se preparó toda su vida para esto, y que no es tiempo de retroceder. Se miente: no cuenta con entrenamiento militar alguno, a duras penas consiguió asirse del equipamiento apropiado, y si puede señalar su ubicación en el mapa que lleva plegado en la mochila es porque se memorizó las coordenadas y no porque sepa sobre reconocimiento de terreno. Por la noche, el frío despiadado le hace picar la piel y los ojos. Para no llamar la atención, no hace fuego. Consigue dormir algunas horas, pero despierta con las piernas dormidas, y teme que tres dedos de su pie izquierdo hayan sufrido congelación. Aunque intente inmovilizarlos con todas las fuerzas, sus dientes no cesan de castañear. Como puede, abre el cierre de la carpa. Las rocosidades de la montaña le parecen mucho más filosas y opulentas de lo que recordaba, como si la tierra se hubiera erizado durante la noche. Por suerte -aunque nunca se animará a reconocer su alivio-, unas horas más tarde una pareja de alpinistas suecos lo encuentra arrastrándose bajo el sol pálido. A pesar de su inglés paupérrimo, se esfuerzan en comprender lo que dice, lo asisten, lo ayudan a trasladarse hasta el Palio y le recomiendan que acuda de inmediato al hospital Grover Dils, donde podrían diagnosticarle una pulmonía. Es el fin de la aventura, aunque después la cuente diferente. Pasa un día en la sala de cuidados intensivos, y dos más internado bajo observación. Cuando le dan el alta comprende que el presupuesto que le quedaba para el resto del viaje acaba de ser incinerado por la medicina privada americana.

Se resigna, pero no sale del círculo de tiza de la obsesión. Se aísla, pero sus ambiciones de ermitaño no crecen: se resecan. Sus huesos se acortan, igual que los días. Las noches se estrellan unas contra otras, en una misma noche interminable. La vida, para su estupor, nunca se detiene.

El hombre es ahora un anciano. Ha sido incapaz de casarse o de tener hijos. Su hermana ha hecho una vida en París, empujada por una carrera meteórica. Su madre ha sido asesinada por unos delincuentes. Aquella mañana, ley de vida, le toca morir a su padre. Cuando los médicos retiran el cadáver de la antigua casa familiar, el hombre decide quedarse unos minutos más. Lo embarga una mezcla de curiosidad y desidia. Pasea por los ambientes vacíos, hurga en algunos los muebles. Abre puertas, cajones. Al rato encuentra un cubo negro. Es una caja de madera forrada de terciopelo. La recuerda muy bien: allí guardaba su padre la filmadora alemana. El hombre desencastra la tapa con delicadeza. Colocada de perfil, rodeada de rollos de película, la Bauer parece un pequeño animal durmiendo la siesta.

Después, todo sucede como en un sueño. El hombre logra hacerse del proyector adecuado en una casa de fotografía de la calle Libertad, luego de un fallido raid en taxi por los anticuarios de San Telmo. De regreso en el departamento, baja las persianas, apunta el proyector hacia la pared donde solía estar el televisor blanco y negro, y coloca la película en el carrete.  Ahora oprime, triunfal, el botón de encendido. El odio por el materialismo de su padre, que cosechó con tanto esmero durante décadas, se disuelve en un estremecimiento… ¡Quién hubiera dicho que ese defecto paterno le permitiría recuperar la imagen más preciada de su vida! La única copia verdadera -la copia prohibida- de la llegada de la humanidad a la Luna.

Los pasajes iniciales, sin embargo, lo descolocan. Pertenecen a otros días y a otros eventos: una merienda soñolienta, con los hermanitos acodados sobre la barra de la cocina. Su madre fumando un cigarrillo en la puerta del baño. Caídas y carcajadas en dominó, en una pista de patinaje atestada de gente. El encuadre se mueve mucho, como si al camarógrafo le costara definirse por un área de interés. Ahora es Nochebuena, o tal vez Año Nuevo, y él y su hermanita saltan, estrellitas en mano, en el balcón-terraza. La cámara toma los fuegos artificiales en el cielo, los borrachos que bailan en la vereda, y luego hay una interferencia y se ven las paredes de una habitación a oscuras. A juzgar por el silencio absoluto, monástico, debe ser de noche. Cuesta distinguir las formas en la negrura. Por eso el hombre tarda en reconocer los afiches de las películas de ciencia-ficción y la pista eléctrica de autitos, arrumbada en una esquina. Ahora se ve un bulto que se contrae, regularmente, bajo unas sábanas. Las piernas del niño asoman por un costado, desnudas, formando un cuatro. La cámara se ha acomodado sobre lo que parece el regazo de alguien. Alguien que está sentado cerca de la cabecera de la cama.

Por algún motivo, el cuadro permanece así, fijo, durante minutos. El único sonido que se oye es una respiración, que probablemente viene de quien filma. De golpe, el chico se remueve: gira en la cama y, detrás de la maraña de pelo cobrizo, sus párpados se despegan. Tarda unos segundos en reaccionar. Entonces un relámpago de horror le paraliza la cara. Grita y se da vuelta, se tapa por encima de la cabeza, se hace un ovillo contra la pared. Ahora se empieza a oír, de a poco, un lloriqueo entrecortado, y el cuerpo envuelto se hincha y se deshincha, como una oruga gigante. Una voz aguda, con algo de cantarín -una voz que él conoce muy bien- dice desde atrás de cámara: «Dale, dejame verte».

El hombre apaga el proyector. Ya sin ganas, rebusca entre las latas etiquetadas con fechas. Encuentra la del 20 de julio. La pone a girar. Solo se molesta en prestar atención en el momento crucial. El cuadro se ciñe a la pantalla del televisor, lo que facilita las cosas. La toma ya está ahí, y él la detiene a tiempo: efectivamente, se ve una figura humanoide. Corresponde al cuerpo desgarbado y asimétrico de un chico de once años, emblanquecido por la luz de tubo. El reflejo que había creído ver en el casco del astronauta se emplazaba en realidad en el globo del televisor. El extraterrestre no estaba en la Luna, si no en su propia casa.

 

 

 


 

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