CANTO DE MISERICORDIA PARA LAS ALMAS EN PENA

COLUMNISTAS
4 de junio de 2013
UNA MISA EVANGELISTA EN EL BARRIO CASIANO CASAS. TRISTEZAS DE UN DOMINGO EN BUSCA DE LA SALVACION.



I

“¿Dónde vamos a parar?” aullaba un muchacho joven al cruzar el puente Avellaneda a toda velocidad en su pequeña moto negra. Era una pegajosa madrugada de verano y su lamento atravesaba el alba como una verdad insoportable.

En vano intenté detenerlo. Sus espasmos habían delatado los pantanos de mi pecho y los animales que allí flotaban gritaban la necesidad de confesar sus espantos… Hoy al mediodía, cuando había olvidado ya aquel episodio atroz, lo encuentro en un bar de la terminal leyendo en el diario La Capital los clasificados del domingo. Lo invito a un trago y nos ponemos a conversar. Nos damos un festín de palabras, muchas veces negadas en otras conversaciones, y una sensación de cariño nos envuelve a ambos.

Se llama Leandro, tiene 25 años y está en la calle con libertad condicional. “Es sólo por un par de robos” dice sin mucho interés. Habla en cambio de la libertad de espíritu, “la que verdaderamente importa”, y me explica que para él, la única sensación de paz conocida es la que le da escapar. “De la rutina del taxi, de los problemas de mi familia, de mi pesadilla interior, por eso siempre ando con la moto” detalla y me pregunta en que ando yo. “Soy periodista. En un rato cubro un recital en una iglesia evangelista” respondo. Insiste en acompañarme. Y aclara: “Si yo te contara las cosas que sé, te hacés un libro, no una nota”.

II

La tarde del domingo cae brutalmente y un cielo oscuro y fatal envuelve a la ciudad en sus temblores violetas. Un rápido viaje en moto y ya estamos en Casiano Casas. Sus calles vacías, golpeadas por un viento frío, resultan desoladoras. No puedo decirle a Leandro el dolor que me produjo su aullido en el puente Avellaneda aquella vez; mas no contengo la melancolía que me invade al ver el domingo contemplando su propia muerte. “Ya sabemos que es en este momento de la semana cuando florecen los suicidios” responde en tono de reproche, y una mirada de oscura complicidad nos sepulta a ambos.

Hacemos algunas cuadras caminando y llegamos al “Centro Evangelístico Latinoamericano”, orden religiosa cuya casa central está en Miami (allí es pastor un argentino). En un radio de 10 cuadras notamos alrededor de 5 templos, todos concurridos y colmados en su capacidad. Este es el más convocante del barrio; un enorme galpón de 25 X 50 mts que alberga a más de 300 personas que no tardan en llegar.

Con un “Buenas tardes varón, que Dios te bendiga” nos reciben unos fieles grandotes y vestidos de negro que hacen las veces de seguridad. El Pastor, que baja de una 4x4 negra con el pecho erguido y una sonrisa donde se mezclan la alegría y el éxito —siempre presente en los líderes evangelistas— llega apenas pasadas las 7, hora de la misa, y todos los que hacíamos tiempo en la vereda somos invitados a pasar.

En la gente hay expectativa, pues todo parece indicar que algo va a suceder. No tardamos en darnos cuenta que este momento, para la mayoría absoluta de los humildes fieles, es el más importante de la semana. Mujeres con sus niños, matrimonios de todas las edades y adolescentes bien arregladas componen este público desesperado y fiel, que poco a poco comienza a encenderse con los músicos del templo.

Una batería, una guitarra y un bajo, dos teclados y un rayador se mezclan en un acople que aturde y colabora con el clima que nos envuelve: éxtasis que crece, oraciones y aleluyas, difusión de las actividades, invitaciones a la participación…

En el fondo del salón, un grupo de 10 personas de edad mayor se toman de las manos formando una ronda y con los ojos cerrados tararean las letras de las primeras canciones con suma concentración. Baladas pop, pegajosas y reiterativas, le cantan a Dios su gracia misericordiosa.

Levanto la cabeza y distingo a varios bandoleros que entrevisté hace unos años cuando vine por vez primera al barrio en busca de una nota. Aspirantes a guapos que paraban en la esquina con portes violentos, ahora del brazo de sus madres, con la cabeza gacha y un aire sumiso envolviéndolos. Descubro también a Elena, bibliotecaria del colegio donde cursé mi secundaria; lo último que sabía de ella era que había sufrido una crisis anímica muy dura. Cuando la veo cantar tan profundamente, dejando las canciones un pedazo de sí, sospecho que ciertamente no sufrió una crisis más. Evito que me vea y vuelvo a mi lugar, donde un joven de rostro atormentado, Biblia en mano, permanece sentado y con los ojos fijos en un cielo lejano y susurrando muy para adentro cada palabra cantada.

Así, me descubro rodeado de un mar de gente sumamente compenetrada: mujeres que levantan los brazos, pibes que cierran los ojos y cantan animosamente las canciones, viejos que aplauden y se sienten vibrar…

Las letras son obvias y reiterativas. Las que no afirman que “Dios es el camino” dicen pues “El camino es Dios”. Casi no hay diferencias entre ellas y los salmos que las alternan; salmos que, vale aclarar, son también los más evidentes y dogmáticos de la Biblia, y no aquellos que pueden husmear algo de las profundidades de los misterios que nos habitan.

Casi de golpe, pasamos de la balada al rock y del rock al cuarteto. Algunos se ponen a bailar con alegría, desde un viejo con pasos fantasmales hasta dos chicas que podrían llevarse todas las miradas de una bailanta. Otros, en cambio, permanecen concentrados, casi en meditación. Un grupo de porristas, compuesto por 10 niñas de no más de 13 años, comienzan a bailar una coreografía que chorrea una burda estética yanqui.

Al final de cada canción, un grito casi animal nos llega desde el fondo del boliche. Es el de un hombre extasiado que llena el enorme galpón con sus júbilos espirituales. Miro a Leandro. Está con los ojos cerrados y las manos abiertas. “Mierda. Hace un rato me hablaba mal de estos grupos, ahora parece un creyente más…¿Quién carajo es este loco?” comienzo a pensar con cierta incomodidad.

La letra de una nueva balada me llama la atención y me olvido de Leandro. “Dios me miraste a los ojos y me diste tu amor… por eso yo soy tu niña Señor, yo soy tu niña Señor…”. Momento, esta idea no coincide con el concepto de varón con que se saludan los hombres al entrar aquí. Quiero comentarle esto a mi amigo, pero advierto que ya no está a mi lado.

El cuarteto sigue y cuando dan las 8 termina el recital. La música cumplió su misión: regar el terreno para que crezca luego la semilla de La Palabra.

Una mujer sube al escenario y avisa que hay una guardería para los menores de 7. Su propuesta es estricta: “los que superan esa edad deberán quedarse con sus padres a escuchar al Pastor”.

III

Salgo a la calle y encuentro a Leandro cerca de la esquina, fumando un poco nervioso y sin ganas de hablar. Compartimos varios cigarrillos y buscamos a Marcelo, vecino del barrio siempre dispuesto a oficiar de guía entre los navegantes de esta geografía tremenda. Nos cuenta con desprecio que el pastor empezó vendiendo tarjetitas en los colectivos cuando salió de la cárcel, y que hoy tiene una casa de dos pisos y un 0KM. Nos recomienda hablar con Omar, seguridad de un súper chino —ubicado justo frente al templo— quién recuerda como al grito de “dejen sus celulares que mañana Dios les dará uno mejor”, los capos del templo se iban con cajas llenas de estos aparatos al terminar las misas.

Nos despedimos de Omar. Nos sumergimos en el barrio y damos con un kiosco donde nos detenemos. De lejos nos llegan los gritos apasionados de lo que parece una hinchada de Fútbol. “Son los de la iglesia de la otra cuadra. Hoy es la última misa del local porque no les renuevan el contrato de alquiler. Era tanto el ruido de sus misas cuando cantaban, que los vecinos hicieron la denuncia diciendo que en la vereda no se escuchaban al hablar” nos explica la kiosquera.

“Mi vieja estuvo muy mal, en la iglesia se pudo enderezar” me cuenta Leandro casi al pasar. Permanezco en silencio, solo con la intención de que sus palabras fluyan. “Fue cuando se enfermó mi hermano, ahora todos están bien… De lo que nunca se convenció es de las historias que se decían del pastor; todos sabíamos que era mujeriego y jugador… En verdad eso es lo de menos, el problema es que te hacen demasiado la cabeza, vos no sabés si es peor el remedio que la enfermedad” concluye con ojos tristes.

Damos un nuevo vistazo al Templo desde afuera y comprobamos un público silencioso y atento que sigue intensamente las palabras del Pastor. Se nos hace difícil entrar. “Esperame, voy a buscar la moto y vengo” dice Leandro.

Media hora después supe que no vendrá jamás. Fui hasta la GNC donde había dejado su moto y sólo había un playero bostezando aburrido. Crucé a la plaza de enfrente: dos pibes fumaban un porro y escuchaban música en el celular. Por Sorrento, una joven prostituta esperaba por algún cliente y en una diagonal que se perdía en el barrio, los evangélicos Pentecostales, también con un cuarteto milagroso cantado a viva voz, inundaban la noche del domingo con su ritmo cristiano tropical. En la puerta de su iglesia compré un choripán, lo mejor de aquel recorrido espectral en que se convirtió la noche.

“¿Dónde vamos a parar? loco amigo”, pensé durante un buen rato para mis adentros. Así anduve varias cuadras, mirando el cielo con aires desesperanzados y sin ganas de caminar; un viejo pasacalle de un candidato político, interrumpiendo mis escépticas cavilaciones, me devolvió bruscamente al paisaje gris de al ciudad. “¿Dónde vamos a parar loco amigo, dónde vamos a parar?”.



foto: facebook de C.E.L.A (Rosario)

El hombre que vaguea y escucha // Columna

En el vagar, en el estar sin destino, veo la posibilidad de desalinearse, salir de la automatización, relajarse y poder sensibilizarse con lo que nos rodea. Y  con escuchar me refiero tanto eso que nos rodea como a la música que está en el aire.
 

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