“Antes teníamos…” crónica de Villa Guillermina

COLUMNISTAS
4 de mayo de 2013

El actor y director Severo Calacci nos entrega el primero de una serie de textos escritos sobre distintos pueblos santafesinos. Cultura, trabajo, voces locales y lo que ya no está.

Las fotos de este posteo fueron tomadas del sitio Viajeros.com, del albúm de Antonio Miguel Vives

*Por Severo Calacci

Lunes, 7 de la mañana, mediados de julio, sur del Chaco.

-: Me quede dormido, la puta madre.
-: Si, ya me di cuenta. ¿Cómo no me despertaste?

El domingo a las 8 de la noche habíamos salido de Rosario. Debíamos haber parado en Las Toscas, norte de Santa Fe. Desde ahí, un tal Haroldo nos buscaría para llevarnos hacia Villa Guillermina.

-: Y ahora ¿que hacemos?
-: Y…, hagamos dedo.
-: ¿Quién nos va a levantar a dos gringos como nosotros acá en el medio del monte?

Las gotas de rocío, posadas en los yuyos, recibían la primera luz del día, y todo brillaba detrás nuestro, alrededor nuestro.

Para un colectivo.
-: Buenos días. Me dijo el chofer de El Norte Bis que ustedes se habían pasado. Yo voy para allá, si quieren los llevo.

Haroldo esperaba hacia rato, confundido. Le habían dicho “a las 6 llegan los chicos del ministerio…”. Llegamos a las 7 y media y nos bajábamos de otro colectivo, que encima venia en sentido contrario. Haroldo se termino de confundir.

Era bajito, pelado, de lentes, canoso y cariñoso. Subimos a la combi y después de un rato sobre la ruta 11 doblamos a la izquierda 21 km campo adentro. El sol levantaba de a poquito, manchas de palmeras habrían el monte, de fondo un chamamecito suave se hamacaba en una AM de la zona. Enormes campos blancos, con hombres y mujeres que dibujaban senderos recolectando a mano el algodón.

-: Uh…, ésta me la piden para todo. Llevo a los chicos del ballet folclórico a los festivales, a las monjas del convento, los jubilados con los té canasta, de todo. Hasta el otro día se le había estropeado el auto al veterinario y le terminé cargando como seis perros y un potrillo que llevaban a vacunar. Parecía un zoológico la combi… Pero a mi me gusta, viste. Cuando se puede hay que dar una mano.

Pasamos el puente del arroyo “Los Amores”.
-: Es una belleza este arroyo, pero te digo que las únicas que se enamoran acá, son las tortugas. Si hace un calor que no viene ni un cristiano a bañarse.

Después de una curva y de esquivar algunos pozos del camino, al fondo, entre los árboles, se asomaba una enorme chimenea color ladrillo. A la izquierda, una estación de servicio abandonada, con un charco inmenso que reflejaba los celestes y los rojos gastados de los carteles de gasoil.
Entrando al pueblo de repente aparecieron enormes chalets ingleses del siglo pasado, con las tejas aun brillosas después de tantas heladas. Paredes, galerías y pórticos envueltos y penetrados por raíces y ramas que entraban y salían de las estructuras. Una mujer barriendo un patio de tierra en una mancha de luz, una nenita con remera violeta corriendo y llevando un gatito por la cola, hileras de ropas de colores rodeando toda la casa como un cerco.
-: Este era el barrio de los supervisores y los capataces de La Forestal. Imaginate que ahora los del gobierno han metido tres o cuatro familias en cada una de esas mansiones. Para mi esta bien, si son enormes son. Esta gente, así como los ves de humildes, ahora se bañan en bañera.

La Comuna era verde, y una veintena de bicicletas roídas descansaban en sus paredes. Un quebracho enorme en la plaza, un remolino de tierra haciendo bailar una bolsa.

Nuestro trabajo consistía en generar las condiciones para que el programa cultural llegue por esas tierras en el marco de una gira epopeyica por el norte de la provincia. Había que visitar las instituciones, conocer a su gente, ver que disparadores iban a servir para un objetivo muy claro; mezclar a los vecinos en grupos de trabajo.

-: Pasen, pasen… Adelante, adelante. Mi nombre es Donato, soy como si fuera el encargado de la parte de la cultura de acá… ¿Cómo viajaron?

Donato iba a ser el referente durante esos dos meses de trabajos previos al día de la llegada de la compañía. Con el tiempo, este hombre de rulos gastados por las tinturas caseras, de dentadura móvil y lentes encintados, se convertiría en una de las voces a través de las cuales intentaríamos comprender esta tierra.

-: Y acá…, a ver…, llegaron a vivir como 50 mil personas. Si, vos te reís, pero ¿sabes lo que era esto? Teníamos hasta una plata propia, aparte de la plata argentina. Había un cine-teatro enorme, que una vez, dicen, llego a venir hasta Enrico Pallazzo, el tenor de la opera italiana. Vino en un vapor desde Buenos Aires, se bajo acá en Puerto Piracuacito, y de ahí ya lo trajeron para acá en el tren que habían puesto los ingleses para sacar el tanino al mundo – dice Donato -. En el hospital, por ejemplo, teníamos quirófano cuando en Rosario todavía no había nada de eso. Después…, llego a haber veintipico de obrajes ahí metidos dentro del monte. Vos no sabes lo que era esto, se mataban de todos lados para venir acá, imaginate…, tanta gente, ¿no? Y ahora quedamos nomás cerca de 5 mil creo. ¿Cuántos somos, Haroldo?
-: ¿De que?
-: De gente, acá en el pueblo, te digo.
-: Ahh…, exactamente cuatro mil ochocientos cincuenta y uno, según el ultimo censo.

Lo único que yo sabia de La Forestal lo había visto en un documental sobre el ensayista Gastón Gori, que había denunciado aquello, y el cineasta Fernando Birri. Lo había pescado de casualidad unos años antes, una tarde de invierno lluviosa en la que andaba por el centro con el corazón derrotado. Un cartel en la puerta de la librería Buchin anunciaba la proyección en la parte trasera del local. Y ahí me metí, con varias jubiladas al pedo y dos muy jóvenes hippies que se habían cruzado de Bellas Artes. Las viejas no paraban de hablar y les daba lo mismo estar en un café jugando a la canasta. La parejita era muy tierna, tonada entrerriana, los dos con lentes, sentados en el piso (habiendo sillas para sentarse) y de la mano, hermosos. El filme iba y venia entre las vidas de estos dos increíbles personajes.


Recuerdo un relato muy lindo, de Birri. Le preguntaban como es que se había convertido al budismo en una época en que acá no se sabía nada de eso. Y él contestaba algo así: “Una vez, cuando yo era muy chico, mi padre me invitó a que lo acompañe a Buenos Aires. Él cada tanto se iba a hacer sus mandaditos allá, de paso se escapaba un rato de la casa y de la rompebolas de mi vieja, que lo quería con locura, y aprovechaba de ir a saludar a sus amigos en la gran ciudad. Llevarme a mí era una buena excusa para que nadie le diga que se iba de joda. Nos tomábamos el tren de los miércoles desde Santa Fe, y después de muchas horas de viaje arribábamos a la capital. Mis ojos, los de un nene del interior en los años ´40, rebotaban por todos lados, no podía creer los lugares y personajes que veía. Una tarde fuimos a un barrio lleno de luthiers, que yo supongo hoy, debe haber sido San Telmo. Mi viejo tenía que comprar una pieza de acordeón para su amigo Liber Johansenn, un gitano que animaba todas las fiestas de la familia y que tocaba como un diablo. Llegamos a un antro fenomenal con olores y colores. El tipo que atendía era un hombre pálido y seco. Detrás de él, en una estantería muy grande, había una escultura de un gordo pelado, sentado en canastita, rodeado de comida y animalitos, muy sonriente. Cuando el hombre se fue atrás a buscar el repuesto, yo le pregunté a mi padre qué era esa imagen ahí arriba. Y él me dijo que “eso era dios”. Y yo le dije que no era el mismo dios que tenia la tía Ernestina arriba de la cómoda. A lo que él contestó “que había muchos dioses, y que cada uno podía elegir el que quería”. Vos fijate que espíritu abierto el de mi viejo, para la época era un fuera de serie. Y ahí fue realmente el momento en que decidí ser budista. La verdad, te digo, no fue muy difícil elegir entre un barbudo todo clavado, todo ensangrentado, medio en pelotas, que las viejas lo ven y lloran; y un gordo cagándose de risa rodeado de vida”.

Visitamos la escuela, charlando salón por salón con docentes y alumnos que nos miraban sorprendidos. Al fondo del patio había un tallercito de chapas gastadas. Un profesor de delantal azul rengueaba entre los mesones de madera observando el trabajo de soldadura de los chicos. Después los bomberos, la iglesia, el centro de jubilados, la cooperadora del jardín de infantes, el coro y por ultimo, la gente de la organización de la Fiesta Provincial de Especies Menores.

Almorzamos unas milanesas con ensalada en el comedor de la escuela, y un aire caliente nos llevó a descansar un ratito debajo de un árbol de la plaza, antes de continuar la agenda de la tarde. Donato hablaba, Verónica ya se había dormido.

-: Lo que pasa es que en el año 60 yo me había ido a trabajar a una compañía de teatro allá en Buenos Aires. Porque yo tengo una hermana mayor que se había ido para allá antes que yo. Bah…, en realidad tenia dos hermanas allá, pero una falleció hace poco. No pude ir al velorio porque el pasaje esta carísimo, y yo acá trabajo ad honorem. Lo que pasa es que si yo le demuestro al Presidente de la Comuna que acá realmente hay una actividad cultural, él ahí me va a pagar… Pero es difícil, porque acá no me quieren mucho. Como soy puto, me miran feo. Pero a mi me resbala. Como me decía Miguel Abuelo… “Tito…, antes de ser vigilante, yo fui pistolero”…, porque yo lo conocí a Miguel Abuelo, éramos muy amigos en esa época, él era un tipo espectacular, éramos todos una barra de maricones impresentables y hermosos.  Las únicas que acá me dan bola son las viejas, esas si que me siguen el tren. Hay un par que son terribles pispiretas, a ellas son las que tenemos que ir a buscar para que actúen en la kermesse que traen ustedes.
Che esta piba se durmió como un tronco…

A la tarde fuimos de visita al hospital. Un alambrado medio caído y oxidado, flores en todo el sendero de entrada. Un patio interno rodeado de galerías, un silencio profundo con sabor a siesta, un aljibe tapado “para que no se hagan más mosquitos…”. Nos recibió el medico de guardia, recorrimos el hospital como si fuera un museo abandonado. Por los grandes ventanales con los postigos abiertos entraba una luz de otros tiempos, y rebotaba en los mosaicos de las habitaciones con algunas sombras de los árboles de afuera que danzaban en el piso. Al fondo de uno de los sectores, una mujer sentada agarrando la mano de un enfermo, me recordaba algunas imágenes de los cuentos de Roberto Arlt.

-: Acá en el hospital, la verdad que el único que trabaja es el jardinero. Porque nosotros tenemos la orden de derivar todo al hospital de Las Toscas. Se han llevado todo, no quedó nada, ni un parto podemos hacer.

A la tardecita nos despedimos y acordamos la próxima visita para la semana siguiente.

Durante los dos meses que transcurrieron, continuamos viajando y recorriendo muchos lugares. Una vez fuimos hasta el obraje más lejano, 90 km para adentro del monte por camino de tierra, a visitar una escuelita rural.

-: 19 chicos tenemos acá. Ahora usted ve poquitos, pero es que van llegando en el transcurso de la mañana, porque en las casas de por acá no hay luz ni relojes, y la radio nacional por ahí pierde la señal acá dentro. Antes teníamos once chicos nomás, pero ahora con la asignación universal tienen que venir todos los chicos de la zona a aprender.

El 14 de septiembre, después de un arduo trabajo, arribó la compañía sobre la que había expectativa. La gente salió a las calles a recibirnos. Los diferentes grupos de trabajo se desplegaron por todo el predio montando estructuras de hierro para el escenario y armando todos los juegos de alrededor.

-: ¿Querés que te tenga la escalera, pibe? ¿De donde son ustedes? Ah, de Rosario. Yo trabajé un tiempo ahí, en la construcción. Acá hay muchas familias golondrinas. Hay un circuito lindo, se arranca con la yerba en Misiones, la naranja en Corrientes, después la manzana en Río Negro, la uva en Mendoza, aceitunas y nueces en San Juan, y de ahí tenés la azúcar en Tucumán, y ya te venís a juntar el algodón acá. En el medio te vas a Buenos Aires o a Rosario a trabajar en la construcción. A mí me llevaron a tus pagos para hacer un shopping, ese que esta al lado del río. Lo que pasa es que estuvieron mucho tiempo parados, porque se le murieron unos paraguayos y no los tenían anotados. Me acuerdo que ya al final de la obra, nos sentábamos en el último piso a comer unos sanguches de mortadela y a ver ese tremendo río… ¡que inmensidad de agua, dios mío!, se veía todo de ahí arriba. Otra vuelta, cuando ya estaba inaugurado, quisimos ir con mi señora y los chicos, y el guardia de seguridad no me quería dejar entrar porque los chicos estaban en cueros. Y si hacia un calor bárbaro. Y eso que le dije, que “como no me iba a dejar entrar si yo había hecho ese edificio con mis propias manos”, pero no hubo caso, no pudimos conocerlo…
Discúlpeme muchacho que yo me entusiasmo y me pongo a hablar, y ni me presenté.  Cesar Padilla, para servirle. ¿Y usted?

Esa noche festejamos el cumpleaños de Natalia, una de nuestras compañeras. Bailamos unos pasos dobles y unos fox trot en el Club Social y Cultural Sportivo. La luna llena acompañó toda la noche y al día siguiente bendijo el espectáculo, para que la magia hiciera su trabajo en los corazones de grandes y chicos de todo el pueblo.

En 1935, la superficie de bosques y montes naturales en la provincia de Santa Fe sumaba 59 mil kilómetros cuadrados. Hoy, apenas 8.253 kilómetros cuadrados. Solamente el 13,98 por ciento de lo que había siete décadas atrás. Es decir que se perdió el 86 por ciento de lo que había. ¿Quién se hace responsable por esos 50.747 kilómetros cuadrados de bosques y montes naturales que ya no existen en la provincia? ¿Cuánto dinero representa semejante superficie que tuvo, además, un costo ecológico, sanitario y social de proporciones para los habitantes de Santa Fe?

Detrás de ese saqueo también existe una historia de permisos otorgados por el propio Estado a favor de la explotación irracional de los recursos. Asimismo se verifica un mínimo control de las ganancias que obtuvieron las grandes empresas dedicadas a la extracción y comercialización de los árboles. Se cobraron impuestos mínimos en relación a los excedentes que tenían esas firmas y, a posteriori, se pagaron altos precios para la reestatización de territorios convertidos en virtuales desiertos.

Hacia mediados de los años noventa, el cálculo de lo que solamente fue explotado por La Forestal estiraba la cifra del costo ecológico a 3 mil millones de dólares. Nadie reclamó por esta legítima acreencia que tiene el pueblo santafesino. Esos 50.747 kilómetros cuadrados de bosques y montes naturales que ya no son, forman parte de tres procesos de explotación irracional de los recursos naturales: el quebracho colorado en el norte, el eucalipto blanco en el sur y el talado indiscriminado que ahora sirve de base para plantar soja en regiones que antes poseían una gran diversidad natural.
 
*Severo Calacci es actor y director teatral. Entre otras obras formó parte de "La Canción del camino viejo" y "La Huella de los pájaros"

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