VIRGINIA DUCLER, ESCRIBIR Y DESPUÉS ESCRIBIR

La Biblioteca Salvaje
29 de abril de 2015

Aún antes de aprender a leer, Virginia ya sabía que quería ser escritora. Tras casi veinte años de tarea, las preciosas novelas y relatos le dieron la razón a esa corazonada infantil. Por más que, he aquí el detalle, no hayan sido editadas todavía.

Esta escritora rosarina desafía las leyes: en la ficción, las del tiempo; en la realidad, las del mercado. Escribe, pule su palabras y hace más efectivo su arte sin preocuparse por dar a conocer al gran publico esas creaciones. Entre sus colegas escritores, sin embargo, Ducler ya no es un secreto.

El celebrado texto de Ducler en el que se basa "El destino de los huesos", una obra de teatro bisagra de la carrera de Andrea Fiorino, actualmente en cartel, han puesto a esta escritora inédita en el centro de la escena. Los lectores la buscan, y ella, ahora, también.

 

¿QUIEREN SABER CÓMO ESCRIBE? LES DEJAMOS, EN EXCLUSIVA, UNO DE SUS CUENTOS. 

 

LOS ZAPATOS DEL AHORCADO

—Disculpe —le dijo Walter al dueño del supermercado mientras éste, de pie en la vereda, oteaba el horizonte a la espera de algún proveedor—, ¿usted no se ahorcó la semana pasada?

—No, que yo sepa...

—Todo el mundo dice que se ahorcó. Si incluso supe día y lugar del velatorio pero me fue imposible ir. La verdad que lo lamenté mucho. Ya que está le pido mil disculpas...

El dueño del supermercado, sin dejar de otear el horizonte, sonreía. De vez en cuando detenía la mirada unos segundos en Walter, miraba hacia el interior del negocio, y volvía los ojos al fondo de la calle sin fondo.

—Usted es Rodríguez, ¿no? El dueño del supermercado.

—Ahá —asintió Rodríguez.

—Sabe que nunca entendí a la gente que se ahorca. Estuve toda la semana angustiado desde que supe lo suyo...

Rodríguez no contestaba.

—Cuando me lo contaron no lo podía creer. Pero al día siguiente pasé por acá y vi que estaba cerrado por duelo. Entonces me topé con la realidad. Me amargué muchísimo.

Rodríguez callaba.

Walter, mientras hablaba, permanecía de cara al sol y se ponía la mano en la frente, a modo de visera, ya que Rodríguez le llevaba unos diez centímetros, y esto lo obligaba a levantar la cabeza.

El tipo miraba, impaciente, hacia el fondo de la calle. Cada tanto ponía los ojos en Walter unos segundos, y después los devolvía al interior del negocio.

La gente entraba y salía, presurosa, sin verlos, sin esquivarlos siquiera.

—No —prosiguió Walter, siempre con una mano en la frente, a modo de visera, mientras en la otra sostenía la bolsa vacía de los mandados—, le decía que nunca entendí a la gente que se ahorca. Es una muerte espantosa, es morir asfixiado, estrangulado, con la lengua afuera, es morir de desesperación. Siempre pensé que si eligiera ese tipo de muerte lo haría descalzo. ¿Vio que a los ahorcados se les salen los zapatos? Qué cosa rara, ¿no? Como si los zapatos supieran que ya no son necesarios en esos pies, que pasaron a ser completamente inútiles... ¿No cree usted que los zapatos saben?

Rodríguez callaba.

El tipo seguía mirando al fondo de la calle. Una sonrisa, a modo de sutil complacencia, se había quedado adherida a su cara. Cada tanto volvía a mirar a Walter levantando las cejas, volvía a mirar al interior del negocio, y devolvía los ojos al fondo de la calle.

—Digo que “saben” entre comillas. Es una forma de decir. Es una metáfora. No me mire así. ¿No sabe lo que es una metáfora?

Rodríguez callaba.

—Una metáfora es, por ejemplo, decir que uno tiene la soga al cuello cuando tiene muchos problemas reales... Porque la realidad es tan real a veces, tan real, que da náuseas. Justamente cuando la realidad es absolutamente real es cuando surgen las metáforas, como esa que acabo de decir...

Rodríguez callaba.

—¿Qué está esperando? ¿No llegan nunca sus proveedores?

El tipo no respondía. Seguía esperando y mirando el horizonte. Aquella calle era muy transitada. Los autos pasaban a toda velocidad.

Walter, cansado de hablar, se quitó la mano de la frente, agachó la cabeza, y se lanzó a toda carrera debajo de un auto. Rodríguez miró, visiblemente azorado, lo que Walter acababa de hacer.

—¡¡¡¡¡¡Noooooo!!!!!! —gritó. Y se abalanzó a socorrer a la víctima.

El tráfico no se detuvo. La gente seguía circulando con total normalidad. Nadie se acercó a curiosear el accidente. Rodríguez, pálido, buscaba a Walter desde el cordón de la vereda. Parecía haberse esfumado. De repente oyó una carcajada a sus espaldas. Se volvió. Era Walter, que seguía con el bolso de las compras colgando de una mano. La risa de Walter brotaba incontenible, sonora, loca. Rodríguez lo miraba estupefacto.

—¿Ahora me reconoce? —preguntó, horadando la risa con las palabras, que asomaban entrecortadas—. Esto, lo que acabo de hacer, es lo que se llama “hacerse el vivo”...

Rodríguez no salía de su asombro.

—Soy Walter, yo me morí el año pasado, me suicidé así, como recién, en este mismo lugar. Todos creen que fue un accidente, pero en realidad me suicidé.

—Sí, ahora me acuerdo. Usted era el marido de Catalina, ¿no?

—Exacto —dijo Walter, todavía agitado por la risa—. Yo sabía que se iba a acordar.

—¿Y cómo puede ser que esté hablando acá conmigo, estando muerto?

—Por la misma razón por la que está usted hablando conmigo, porque los dos estamos muertos...

—¡Ah, claro! Sabe que por momentos me olvido de que estoy muerto. ¿Sabe cómo me doy cuenta? Estoy acá todo el día esperando a los proveedores. Cuando llegan, les hablo y no me escuchan. Pasan de largo sin verme. Entonces es cuando me acuerdo de que estoy muerto. “Estoy muerto”, digo. Pero es como si lo soñara. Nunca termino de convencerme del todo. La lejanía de los vivos es lo único que me hace tomar conciencia de mi muerte.

Walter callaba. Ahora era él quien miraba hacia el fondo de la calle. Pero hacia el otro lado, hacia el lado al que se dirigían los autos.

—De lo que me dijo antes me gustó lo de la metáfora, eso que surge cuando la realidad es demasiado real... ¿No será la muerte una metáfora también?

Walter no respondía. Seguía mirando hacia el fondo de la calle.

—No, me preguntaba si no será una metáfora de la vida. Cuando la vida es tan vida que ya no se soporta, entonces aparece la muerte como una metáfora, como una emanación de la vida, como el vapor de un plato caliente.

Walter mira los pies de Rodríguez, y nota que está descalzo.

—Debería mirarse los pies. Con eso bastaría para tomar conciencia de su muerte.

Rodríguez mira, a su vez, sus pies.

—Es cierto —dice—. ¿Cómo no se me había ocurrido antes? Ningún vivo anda en medias por la calle.

—Creo que no hay nada más real que un par de zapatos, ¿no le parece? —observa Walter.

—Puede ser. Desde que me ahorqué, nunca volví a pensar en ellos... ¿No seré yo mismo una emanación de mis zapatos, una metáfora de mis zapatos?

—Allá viene Catalina —dice Walter—, mi viuda. —Y empieza a caminar hacia ella.

—Pero ella está viva —dice Rodríguez—, no lo va a ver.

—No, acaba de morir hace veinte minutos. Por eso vine al barrio. Vine a buscarla.

—Y, ¿cómo lo supo? ¿Cómo distingue entre los vivos y los muertos?

—Los muertos, cuando nos sabemos muertos, sabemos esas cosas. Y muchas otras cosas que usted ni se imagina —dijo Walter, mientras se alejaba para ir al encuentro de su mujer.

Rodríguez los vio encontrarse y abrazarse. A los pocos segundos desaparecieron misteriosamente.

Rodríguez volvió a otear el horizonte del mismo modo que antes, esperando a los proveedores con impaciencia. Al rato empezó a anochecer.

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