Te conozco de algún lau

EL ESCRITOR EL MUSICO Y EL BAR
23 de octubre de 2012



Por Pablo Colacrai

 
Es como volver al pasado, pensé esta mañana, cuando la chica de la radio me preguntó si quería venir al Berlín a ver El Regreso del Coelacanto para escribir una crónica. Porque ahora hace bastante que no los escucho, pero al Regreso los sigo desde hace mil años, desde que tocaban en las peñas de Uni y todavía ni siquiera eran mayores de edad. Más aún, al “polaco” lo conozco desde que usaba el pelo largo y jugaba básquet en la primera de Universitario. A pesar de que yo era algunos años más chico, a veces entrenamos juntos. Y lo mismo, exactamente lo mismo (es como volver al pasado), pienso ahora que acabamos de entrar al ya clásico Café Bar de la Cortada, ahora que elegimos un lugar donde sentarnos y pedimos un carlitos y unas cervezas y veo que casi todo está como antes. Y pienso, también: qué casualidad, nunca escribí una crónica y ahora tengo que escribir sobre El regreso, como si alguien hubiera sabido el vínculo que existe entre ellos y mis años de juventud.

Tanto que ni siquiera quise contárselo a Paula, sólo le pregunté si me quería acompañar, que tenía entradas para ir a ver a una banda. Nada más. No le dije ni una palabra más. Un poco porque no quería condicionarla. Y un poco porque volver a estos lugares, y a escuchar esta banda en particular, me produce un dejo de nostalgia. Y más ahora que veo los carteles del Berlín anunciando espectáculos de hace ocho, diez y hasta trece años atrás, y vuelvo a recordar que una vez en el anfiteatro, en un concurso (¿Bandas en puerto se llamaba?) a mitad de una canción (¿cuál era, la de los piratas?) el “polaco” sacó un celular del bolsillo y se despachó un monólogo a lo Tato Bores. Estoy a punto de contárselo a Paula, de decirle que son unos tipos muy graciosos, algo así como una gran parodia del rock o, mejor, no sólo del rock sino de todos los géneros, que son como Capusotto, pero que ellos lo hicieron antes. Le quiero decir que se disfrazan para tocar y usan pelucas, que no se toman nada en serio y que en el escenario se divierten muchísimo y que esa alegría es terriblemente contagiosa. Pero por las dudas me callo.

Hace muchos años que no los veo, imagino que ya todos deben ser tipos grandes, con problemas de gente grande... ¿Seguirán disfrazándose? ¿Seguirán manteniendo esa energía, ese desenfado y esa casi locura que los caracterizaba? Paula me mira, sabe que en algo estoy pensando. Espera unos segundos y al final da un mordisco a su carlitos sin preguntarme nada, como para descomprimir la situación. Y yo le agradezco la prudencia. No hubiera sabido muy bien cómo explicarle todo esto que me está pasando, y menos ahora que se apagan las luces y los músicos aparecen en el escenario. Ahí está el “polaco” y el de la segunda voz y los instrumentos caseros; ahí está también el guitarrista, el bajista y el de la bata.

¿Y el resto? ¿Y el violín? ¿Y el acordeón? El “polaco” sólo dice buenas noches y larga con el primer tema. No lo conozco. ¿Seguirán tocando el de los piratas? ¿Cómo era? Perros del mar tomaron todo lo que había a mano... ¿Y el del choripán? ¿Y el del gordo? Ahora los miro y me decepcionan un poco, ¿qué les pasa? Están parados ahí, no se mueven, tocan serios, como de compromiso. No hay disfraces, ni pelucas, ni nada. En realidad, uno no viaja al pasado, es el pasado el que vuelve y siempre vuelve diferente, pienso mientras termina el tema y no quiero mirar a Paula, no podría soportar un gesto de desaprobación de su parte. Entran el acordeón y el violín y esta canción tampoco la conozco pero ya se parece más a lo que yo recordaba y, además, el “polaco” empieza a hacer esos movimientos tan particulares con la cabeza, como de marioneta mal manejada. A su lado, el de la armónica, como si se hubiera despertado de repente, empieza a hacer sus bailes inclasificables, casi de payaso o de mimo.

Poco a poco todo se va acercando cada vez más a las imágenes que guardaba en la memoria. Ahora sí me animo a mirar a Paula y creo adivinar la sombra de una sonrisa en sus labios, justo cuando termina el tercer tema y el “polaco” nos da la bienvenida: bienvenidos a esta fuente de la eterna juventud que es El regreso del Coelacanto, dice, como si hubiera leído mis pensamientos, como si me estuviera hablando únicamente a mí y entonces, por fin, se rompe el velo de la desconfianza y puedo disfrutar del recital como antes, como siempre, sin tantas reflexiones y sin tantas preguntas. Disfrutarlo así, sin más. Sólo eso. De ahí en adelante ni siquiera me distraigo para pedir cerveza. No quiero perderme nada.

No sólo hay que estar atento a la música o a los arreglos, sino también hay que estar atento a las letras, que son geniales, y a los chistes y, además, porque pasa lo que pasó siempre con El Coelacanto, un twist es seguido de una polca, que a su vez antecede a una chacarera o a una cumbia. Ya en el último tema los decibeles suben al máximo, la guitarra se distorsiona y la banda parece una banda de hard rock. Todo eso mezclado es El regreso, y también el pasado y el presente, pienso ahora que los veo despedirse y bajarse del escenario. Ahora que las luces vuelven a encenderse y el eco de los aplausos y de los gritos aún flotan en el aire y yo pido otra cerveza todavía con la vibración de los últimos acordes en el cuerpo, tomo un trago y miro a Paula; me parece verla contenta, satisfecha. ¿Y?, le pregunto, inquieto. Ella asiente y sonríe abiertamente. Son buenos, dice. De verdad, son muy buenos. Y yo siento un orgullo inmenso, como si me hubiera elogiado a mí. Viste, le contesto. Y recién entonces empiezo a contarle que los conozco desde hace mucho, que el “polaco” jugaba al básquet conmigo y que ellos tocaban en las peñas de Uni, cuando todavía eran menores de edad...

 


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