Por Paula Galansky
Hace un tiempo leí una descripción de la ciudad de Nueva York en la década de los 90. Ya no la recuerdo exactamente, pero decía algo así como que, al salir a la calle después de ir a los cines, museos o teatros, se tenía la impresión de que la ciudad avanzaba más rápido que el arte que se producía en ella. En cambio, en otros lugares del mundo, la relación era a la inversa.
Después de ver Las Especies Nativas, obra de teatro dirigida por Santiago Dejesús y protagonizada por Nicolás Terzaghi y Francisco Miño, esa relación entre una ciudad y su arte volvió a aparecer en mi cabeza. Me preguntaba ―y me pregunto― por los vínculos posibles entre el arte que se produce en una ciudad o un determinado espacio geográfico-afectivo-político, y el presente. Porque cuando salí de ver esta obra no tuve la sensación de que la ciudad avanzara más rápido que ella, ni viceversa. Al contrario: pienso que habla sobre el presente, con los riesgos y los aciertos que eso implica.
El punto de partida de la historia es el encuentro entre dos mundos. Por un lado, el de un abogado, personaje que comienza siendo un conglomerado de muchos de los lugares comunes del “citadino”. Hombre de negocios, apurado, gran consumidor de cultura europea que desconoce o rechaza cualquier otra forma de vida que no sea la suya. Por el otro, el de un pescador isleño que carga, a su vez, con toda esa inestable y extraña serie de fantasías sobre el lenguaje y las costumbres asociadas a lo que, a muy grandes rasgos, podría llamarse “vida rural”.
En un intento por dar con los responsables de los incendios, ambos personajes se embarcan, literalmente, en un viaje entre onírico y delirante por el humedal. Y al final de su recorrido, que incluye desde nadar en espejos de agua hasta una fiesta electrónica, ya no es tan fácil asociarlos a los estereotipos que parecían representar al principio.
Es un viaje construído con imágenes potentes, a partir de una escenografía con mucho protagonismo aunque sin grandes despliegues ni estructuras y con un paisaje sonoro muy presente, que logra traer al escenario al río y el humedal.
En un determinado momento de este viaje, se cuenta una leyenda. La leyenda del Carpincho blanco. Y hacia el final, otra leyenda aparece, generando un efecto de relato recursivo, que gira alrededor de sí mismo. Al tratarse de una obra que aborda un tema tan actual y “de agenda” como la crisis ecológica y la quema del humedal, no parece pasajero que esté atravesada por leyendas.
Una leyenda es un tipo de relato que intenta explicar el origen o funcionamiento de algo cuya naturaleza se desconoce o no se comprende, y que está íntimamente relacionado con la cultura y tradiciones locales.
En el contexto de una ciudad que se habitúa poco a poco a respirar humo y a ver desaparecer su “naturaleza”, en tanto zonas en las que todavía es posible la vida de seres no humanos en libertad, con sus propios deseos y necesidades, la leyenda, como discurso de lo que no se sabe o comprende, interviene como una forma de contar, de intentar ordenar ese no saber qué hacer generalizado, de empezar a narrar en presente lo que nos pasa.
En este caso, no hay una respuesta final: la obra entera es una búsqueda. Se busca a los responsables de las quemas, se busca lo que quedó de algunos deseos y fantasías de la infancia del abogado, se busca el fuego, se busca una fiesta. Tal vez la única certeza sea la que aparece siempre en boca del pescador: las quemas son intencionales, los responsables y beneficiados son los dueños de la tierra. Y al igual que sucede muchas veces por fuera de la ficción, esta certeza tan al alcance de todos desde el comienzo será pasada por alto. Nadie parece estar listo para escucharla.
Con humor y un ritmo sostenido, Especies Nativas es un viaje extraño, con algo de leyenda, algo de relato de aventuras y algo de elegía (porque, ¿es posible hablar del presente de la naturaleza sin que sea una especie de elegía?), en el que nadie sabe muy bien qué hacer.
Ni con las quemas, ni con los deseos de la infancia incumplidos o traicionados, ni con la progresiva destrucción de la vida de las y los isleños, de las y los pescadores, de los animales y los árboles. De ahí, supongo, la sensación que tuve cuando salí de verla: la de estar embarcada yo también en una ciudad-bote sobre un presente desconcertante, en donde el arte, a la vez, se opone y se resigna, lucha y se despide.
Recordé, también, a todos los pájaros que vi durante el 2020, mientras caminaba cerca del río, y que nunca antes había visto tan cerca de la ciudad. Biguas, siriris, caranchos, algunas lechuzas. Pájaros que abandonaban su hogar de las islas, que se escapaban del fuego. Me imaginaba que quizás estaban lastimados, que la ciudad no era un espacio seguro para ellos, que necesitaban refugio y comida, pero no sabía cómo ayudarlos. Así que me limitaba a sentarme en un banco, quedarme en silencio y mirarlos pasar.
Quizás sea a raíz de ese recuerdo que, un par de días más tarde, mientras escribo sobre la obra e intento evocarla, una escena vuelve con fuerza: una en la que, entre leyenda y leyenda, el viaje se detiene. Ahora ya no importan las distintas búsquedas, el recorrido, ni las diferencias entre la cultura citadina y la rural. El abogado y el pescador, con movimientos muy lentos y delicados, que contrastan con los del resto de las escenas, encuentran peces muertos flotando en la superficie del agua y los suben al bote uno a uno, los limpian, los acarician sin decir una palabra.
El presente, por lo menos en ese momento, es una despedida silenciosa. Un homenaje a eso que parece escurrirse entre las manos. Se van los peces, se van los pájaros, se va el monte, se seca el río. Lo que queda son dos hombres que no volverán a ser los mismos, juntando los restos y siguiendo el rastro del humo.
Las Especies Nativas. Viernes de julio 21 hs en Espacio Bravo, Catamarca 3624. Reserva de entradas al 3416597587. Dramaturgia: Amanda Poliester y Santiago Dejesús.