por Daiana Henderson
La mujer de los perros, un largometraje codirigido por la platense Laura Citarella (1981) y la actriz Verónica Llinás, se estrenó en enero pasado en el Festival Internacional de Cine de Rotterdam. Su estreno nacional fue en el pasado Bafici, donde Llinás consiguió el premio a Mejor Actriz en este, su primer protagónico casi unipersonal. Se proyecta en el Cine El Cairo el viernes 25 a las 18:00, el sábado 26 a las 20:30 Hs y el domingo 27 a las 22:30 Hs.
La narración abarca el período de un año y se divide en sus cuatro estaciones. A través de ellas observamos a una mujer, relacionada casi exclusivamente con una jauría de perros que la sigue devotamente, construirse su propio rancho usando el ingenio y los desechos de la civilización: chapas, plásticos, gomas que cumplieron su vida útil y se vuelven a convertir en materia prima para la supervivencia en un lugar periférico a la urbe.
La película producida por El Pampero —productora de Mariano Llinás, hermano de la actriz— ofrece una fotografía simple y hermosa, donde preponderan los planos a veces extremadamente abiertos y las escenas fijas de larga duración: un campo abierto que pone de relieve, por un lado, la soledad del paisaje y, por otro, la nimiedad de los actos (y de la vida) de esta mujer que va tomando, para el espectador, un valor difícil de explicar. Diría: emocionante. La elección por este tipo de planos parece no ser un mero aspecto técnico o estético de realización sino que es utilizado como recurso narrativo propio de la historia. Un detalle no menor: la protagonista no habla durante toda la película, a excepción de dos escenas tomadas a distancia, donde ella responde o pregunta a otra persona y en las que casualmente su voz queda fuera del campo sonoro registrado, solapado por el sonido ambiente.
La película rodea varias contradicciones. En primer lugar: ¿cómo contar en un límite de tiempo restringido una vida donde el tiempo tal como lo concebimos no es un vector, a no ser por las manifestaciones de la naturaleza? Quiero decir: no es el tiempo organizado, contabilizado, operativo de la vida capitalista, sino el transcurso de los ciclos estacionales de la naturaleza los que determinan los distintos momentos en la vida diaria y en los estados (de salud y también emocionales) de la mujer.
La película se construye a base de una sumatoria de comportamientos mínimos, intrascendentes y lentos (la mujer armando un fuego, la mujer alimentando un loro, la mujer cazando pájaros con una gomera, la mujer cargando cosas por largos trayectos de tierra) porque esta vida en la periferia no puede ser contada con los parámetros convencionales del cine comercial, que buscan o producen un ritmo hiperquinético. Hace falta estar quieto y en silencio.
En segundo lugar, se impone la pregunta de si es posible vivir por fuera de la sociedad, aunque la película nos muestra que es posible vivir en el borde, literal y metafóricamente. En cierto momento, la mujer tiene que dejar a sus perros e ir a hacerse ver a un hospital, pero la burocracia le genera, según parece, un malestar mucho menos soportable.
En tercer lugar: ¿es posible lograr que el espectador genere una intimidad con un personaje que nunca habla, cuyo nombre no conoce y de cuyo pasado o procedencia no tiene ningún dato? La respuesta, por suerte, parece ser afirmativa: la sabia lentitud de los movimientos, las reacciones del cuerpo ante cualquier estímulo (un dolor, la lluvia, una presencia inesperada), una escena de larga duración donde sólo se ve una persona pensando o recordando algo, rodeada o distraída por sus perros que le exigen atención; toda esa naturaleza gestual dice cosas sobre un sujeto con igual o mayor potencia que la construcción discursiva.
Hacen falta algunos elementos para hacer una película así: inteligencia para armar un relato prescindiendo del recurso más fácil (esto es: el discurso o el diálogo), paciencia para construir una narración a partir de los elementos que la naturaleza ofrece, sin jamás forzarlos, y una actuación tan convincente que lo haga a uno olvidarse de que existe un mundo afuera de la vida de esta mujer.
Después de haberla visto y mientras repasaba mis anotaciones mentales, me vino a la cabeza un poema de Pablo Cruz Aguirre, poeta puntaaltense radicado en las sierras cordobesas, que copio al final de esta nota. Luego pensé que la conexión mental no sólo se debía a una afinidad temática sino a algo evidente: La mujer de los perros es poesía.
Una vieja vive en una enorme casa destartalada
una bandada de niños se apiñan alrededor de la casa
aplastan sus caras pegajosas contra los vidrios
arrojan piedras y luego salen corriendo:
¿Eres uno de esos niños? ¿O eras acaso la vieja?
del libro Bracanalto (Vox, Bahía Blanca, 2011)