En exhibición hasta marzo de 2022

Un recorrido por el 74° Salón Nacional de Rosario

ARTE
18 de diciembre de 2021

El 74° Salón Nacional de Rosario exhibe en los seis pisos del Macro veintidós obras seleccionadas para la Sección Principal más Orlando Belloni como artista invitado de la Sección Gabinete. Los premios adquisición Salón Nacional, Colección y Fundación Castagnino fueron para Constanza Giuliani, Belloni y Manuel Brandazza. En esta nota hacemos un doble recorrido, a través del texto de Daiana Henderson y el podcast de La columna de Maite en el programa de radio La Canción del País.  

 

Por Daiana Henderson

1.

El primer Salón Nacional oficialmente celebrado en nuestra ciudad data del año 1917, iniciativa privada de un grupo de artistas y doctos. El "Salón de Otoño", como se denominó el evento al menos hasta 1922, resultó exitoso en concurrencia, principalmente de familias de la alta alcurnia rosarina, potenciales compradores de piezas de arte nacional, y fue comentado con fervor, para bien y para mal, por la prensa local. El escultor Herminio Blotta, sin embargo, se arroga haber organizado el primer Salón nacional en 1913, junto a un grupo de jóvenes artistas rosarinos reunidos en afinidad ideológica alrededor de la revista Bohemia. El denominado "Petit Salón" tuvo una repercusión mucho menos exitosa: “La ciudad no nos dio un solo comprador” dice Blotta en una nota de 1923, y recuerda que en los mismos días una exposición de arte español había alcanzado un éxito económico asombroso.

El surgimiento de los salones acompañaba los planes de consolidación de una nueva identidad nacional, frente al aluvión de inmigrantes y su concatenada crisis social. Reinaba en aquellos primeros eventos muestras de un paisaje regional, así como referencias a lo gauchesco y a lo autóctono.

A lo largo de su historia, el Salón ha cambiado de nombre, de composición y de propósitos, y ha tenido numerosas interrupciones. El vacío dejado en años de vacas flacas para la cultura fue, en ocasiones, ocupado por iniciativas independientes de artistas audaces. Con un siglo de diferencia entre uno y otro podemos nombrar al "Primer Salón Nexus" organizado en 1926 por el Grupo Nexus, fundado por Luis Ouvrard y Manuel Musto junto a una treintena de jóvenes productores y con apoyo económico de Rosa Tiscornia de Castagnino, y el "Salón Nacional Jamaica Posible", celebrado por primera vez en 2020 en Jamaica ATR Gallery, bajo comando de Federico Cantini y subvención de artistas amigxs, cuya segunda convocatoria se encuentra actualmente abierta.

Orlando Belloni, día de Inauguración.

El 2021 nos devolvió, entre otras cosas, la posibilidad de visitar el tradicional Salón en el museo MACRO, asistiendo a un recorte sobre la marcha de lo que se está produciendo en el arte contemporáneo, bajo selección de jurados y curadores, en este caso: Carla Barbero, Alejo Ponce de León, Cintia Clara Romero, Maximiliano Masuelli, el concejal Andrés Giménez, Ana Suiffet de la Fundación Castagnino y los directores del museo Raúl D’Amelio y Roberto Echen.

2.

Si pudiéramos viajar en el tiempo para asistir a aquellas primeras reuniones y luego a las de ahora, ¿qué contrastes percibiríamos? Seguramente, comprobaríamos la dilución de la idea de obra como pieza individual cuya valoración descansa en una virtuosa resolución técnica y en las elecciones temáticas de sus contenidos. Casi la totalidad de las obras seleccionadas para este 74° Salón se componen de una variedad de elementos, o bien son piezas fragmentarias, o se someten a réplica. Nos encontraríamos, en el presente, con el amalgamamiento de lenguajes y materialidades: dibujos, pinturas, instalaciones, piezas textiles, se exhiben sin diferenciación disciplinaria, y muchas piezas incorporan recursos como los textuales, aunque llama la atención, en estos tiempos, la ausencia de lenguajes digitales y audiovisuales.

Probablemente, encontraríamos un arte más de ideas que de ejecución, y una búsqueda más centrada en la originalidad de los formatos que en las exploraciones al interior de los géneros. Variaría el público al que, al menos idealmente, apunta el salón: mientras que, en aquellos tiempos, el arte era un espacio en que las elites ensanchaban sus patrimonios privados, hoy se desea un público general y las adquisiciones de las obras recaen en manos de figuras de estado, como el propio Museo o el Ministerio de Cultura de la Provincia.

Fede Gloriani y Maite Acosta (Foto de Majo Brada)

3.

Corro la puerta pesada del museo, dudo si la estoy abriendo en la dirección correcta. No hay nadie en la recepción. Estoy fuera del horario de atención pero me han permitido una visita en ocasión de esta nota. Enseguida me recibe Adrián, que me indica que la muestra puede recorrerse de manera ascendente o descendente, pero que si empiezo por el primer piso allí encontraré a Federico Gloriani, uno de los 22 artistas seleccionados, en plena producción. ¿Una obra seleccionada que aún está siendo producida? El concurso, según su presentación oficial, “se formula como una plataforma expositiva cuyo objetivo es hacer visibles producciones, procesos y circuitos propios de las prácticas artísticas contemporáneas”. Lo que convierte a un proceso en obra es, entonces, o al menos en este caso, el contexto de su exhibición.

Gloriani está sentado en un banco, sostiene una bandeja de telgopor con mezclas de óleo, frente suyo, sobre un tablón, un bastidor con un trabajo digamos que a mitad de camino, tan lejos del boceto como de su conclusión. En la pared, con un marco portentoso, la pintura “Rincón de estudio” de Fortunato Lacámera, que pertenece a la colección del museo y desde enero pasará a dominio público, también algunas muestras de color e impresiones de detalles de la misma pintura, pero con una tonalidad mucho más oscura y cobriza, que el artista había tomado de internet antes de poder acceder a la obra original: ganancia y pérdida de la copia.

En este “Rincón de estudio”, Gloriani va intentando replicar esta naturaleza muerta mientras va descubriendo su composición de color, capa a capa, y aprendiendo a pintar con óleo (es su primera vez), bajo tutela de Maite Acosta. Sobre el tablón, libros del pintor de La Boca, cuadernos de bocetos y apuntes, que quedan ahí más allá de la presencia del artista. Por lo general, dice, va a pintar viernes y domingo, dos de los cuatro días que está abierto el museo. La idea es terminarlo para fines de año.

Apenas dos pasos más allá, una pieza de grandes dimensiones me impresiona, esa sensación del cuerpo siendo impactado por una obra, como un abrumamiento gozozo. Leo el cartel: Federico Lanzi, sín título, acrílico sobre vinilo. Del fondo oscuro se despegan unas máscaras, semi-emojis fantasmales de color magenta medio metalizados y unas nubes vaporosas de blanco, dorado y rosado. Me acerco para ver si hay vidrio, me alejo para verla en completitud. Si bien entra en mi campo visual, el negro y el vidrio se vuelven reflectantes y es imposible que no se infiltre el entorno, los propios movimientos. Resonando con las copias cobrizas de Lacámera, pienso en la imposibilidad de una imagen fidedigna.

Inés Pereira, acuarelas

Subo al segundo piso por escalera, me hago la atlética y me canso. Decido no hacerlo más, vine en bici y me espera la vuelta. Siento la dicha de poder recorrer las obras de manera solitaria y silenciosa, y a la vez el temor de ser olvidada aquí adentro, sueño y pesadilla. Entro a la sala y veo una serie de acuarelas de la cordobesa Inés Pereira (para muches conocida como Cuqui). Son 22 piezas en total, 21 de las cuales corresponden a películas del 35 Festival de Cine de Mar del Plata que tuvo una edición virtual en 2020, con su título, directorx y duración. Portarretratos de bazar en colores estridentes enmarcan, todos del mismo tamaño, apuntes visuales que van de lo figurativo a lo abstracto, sin la pretensión de literalidad o metáfora de los afiches de cine. Una especie de impresión visual y subjetiva que una película causa en la espectadora, que puntualiza la atención en pasajes y paletas. Los únicos dos cuadritos que no están alineados son, arriba a la izquierda uno que reza “Magui, porotos dorados con chucrut, agua de la canilla fresca y banquito dorado” cuya imagen presenta la “sala de cine” hogareña o cuarenténica, y uno abajo a la derecha de marco blanco que, apenas corrido de los largometrajes, corresponde a un corto.

Creo reconocer la mesita de ciprés que vi tomar forma en el taller de mi amigo artista carpintero Alejandro Rossetti. En efecto. Sobre una tapa laqueada celeste grisásceo, los seis blocks gruesos que componen “Pinturita” de Constanza Giuliani, Primer Premio Adquisición del Salón. En papel similar al de los diarios y con una encuadernación rústica encolada, como de formulario, en tamaño A5 y A4, cada bloc contiene un dibujo en tinta azul o roja replicado de a centenares en risografía. Los dibujos de trazo ligero contienen escenas narrativas, con personajes que son ratas o humanoides con cabezas informes, y mantienen diálogos absurdos. Hojeé los blocs en efecto flipbook obteniendo una imagen estática; al ver que uno estaba más vacío que otros, dudé si se suponía que los dibujos se podían extraer, ejercí un tirón firme pero medido y la hoja no se desprendió, por lo que temí estar cometiendo un acto de vandalismo y me resigné. Es que, estando sola en una sala, una no puede medir el comportamiento con el ajeno y debe regirse por sus propios criterios, lo cual a veces es un peligro. En el mismo piso, una serie de tres óleos de ping pong de María Guerrieri, con colores surrealistas, y el “dibujo involuntario” de Virginia Buitron, un registro del desplazamiento de larvas con tinta natural, acompañado de un QR con la obra audiovisual.

Pinturita de Constanza Giuliani

Entrando al tercer piso, me llama la atención Tobías Dirty y su “Casa de la cultura”, compuesta de una serie de pinturas sobre la pared que incorporan materiales incrustados como piedras, tejido-canasta, arcilla o maderas, formando parte de imágenes que tienden al pop (como Olaf, el muñeco de nieve de la película infantil Frozen). La parte inferior se recubre de machimbre con rectángulos recortados que descubren el blanco de la pared, dispuestos estos vacíos en dos grupos de 3, en posiciones mayormente inclinadas y tocándose entre sí.

Luego está Mariana López y su “vendedora ambulante”, un dispositivo de exhibición conformado por un portafolio rellenado de flotaflotas que sostienen las “mercancías” de venta callejera: relojes, biromes bics, atados de puchos, anteojos y ¡ahora también barbijos!, hechos con lienzo de forma tridimensional y pintados de modo que se acerquen lo suficientemente a la realidad pero sin abandonar la pertenencia pictórica, aprovechando por ejemplo el reflejo de los anteojos de sol. “El mendigo” de Marisa Rubio presenta un retrato fotográfico de un hombre barbudo sentado en un bar, junto a un texto enmarcado escrito a máquina, con algunos errores de tipeo y tinta borrosa, que cuenta en primera persona el día en la calle de un limosnero ciego, que va pasando de brazo en brazo hasta llegar a destino, a través de personas y sonidos.

En el cuarto piso, “High school II” de Lucrecia Lionti es una serie de obras textiles, cuya pieza principal es una especie de acolchado-pizarrón con un marco de corcho reciclado, sobre el que se lee en manuscrita escolar “Que vuelvan las clases sociales”, escrito en parte con tiza y en parte con hilo en punto cadena tipo crochet. Sobre los cuadrados negros y verdes hay rastros de anotaciones en tiza fragmentadas, como desprendimientos áulicos.

High school II de Lucrecia Lionti

Cotelito en “¿Cuál es la fama de mi esperanza?” deposita todo, o casi todo, en una audaz paleta de colores planos, sobre un horizonte en línea recta que da cierta perspectiva, una figura amorfa del caucásico “color piel” sostiene, como si fuera una especie de mano, una joyita en relieve, al igual que otros pocos elementos que sobresalen de la planicie del cuadro. Junto a él hay un soporte de dibujos que reza “son regalos de fantasía para el pueblo y el río de Rosario”, y me decepciona encontrarlo vacío.

En el quinto piso, la retrospectiva de Orlando Belloni "Antología.1959 -2021", curada por Maximiliano Masuelli, tiene impacto de consagración definitiva. Las paredes colmadas de pinturas y dibujos, más o menos ordenados por épocas y algunas esculturas talladas en madera en medio de la sala, muestran la solidez de un estilo y la persistencia de una obsesión por una cultura bien localizada, la de su barrio Tablada, con minuciosas observaciones sobre la vida, el trabajo, el ocio, la vestimenta, los divertimentos, etc. etc. de sus vecinos “villeros”, con un tono que él considera tragicómico.

Orlando Belloni en Sección Gabinete

Mientras pido el ascensor para subir a la última sala, como si fuera una música de espera, pierdo la vista unos segundos en el río y los verdes desprendimientos continentales. Al entrar me espera el “Muchacho del Paraná”, de Manuel Brandazza (Adquisición de Fundación Castagnino), sobre un mural de barro de las islas, embadurnado con el cuerpo entero (como pudo verse en videos del artista), se sostienen voluminosas figuras flotantes de seda blanca trabajadas a máquina de coser. En delicada arqueología y con movimientos ondulantes, seres que son medio sirenas medio diablas, con pechos cónicos a lo Madonna, animales de una monstruosidad sutil, ojos, plantas, piernas, cohetes, peinetas, fundan una posible mitología subacuática.

 

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