Mariana Telleria se desmarca. Relativiza. Pareciera ser que no quiere que la atrapen, aun en sus logros. Se quita mérito. Dice que ahora es una especie de local cerrado por vacaciones. Que está pensando en cómo seguir. En cuál será su próximo paso de artista. En qué significa representar el arte de un país. Mariana Tellería tiene una obra en la 58a edición de la Bienal de Venecia. Mejor dicho, tiene la obra, porque su instalación El nombre de un país es el envío argentino a uno de los encuentros artísticos más importantes del mundo junto a la Documenta de Kassel, que se realiza cada cinco años en Alemania.
«No me formo en mi cabeza la idea de un arte argentino, creo que hay un problema ahí, los países latinoamericanos a veces cargamos con esa culpa, de tener que estar haciendo cosas que representen al país. Creo que lo mejor que puede llegar a hacer un país es dejar que el artista haga lo que se le cante ¿no?, que es la idea de libertad básicamente», dice la artista nacida en Rufino en 1979, y formada en Rosario desde 1998 cuando llegó a estudiar Bellas Artes en la UNR.
Antes era Cancillería quien elegía a los artistas que “representaban” al país en forma directa, luego se convocó a curadores para que presenten sus proyectos, y en el caso de Telleria fue elegida por concurso por primera vez. «En definitiva sigue habiendo un jurado, es como una cadena de representaciones ¿no? Alguien eligió ese jurado, ese jurado elige a quién termina yendo, y esa pobre persona que termina yendo es la que termina cargando con todo, con lo que representa supuestamente el arte de un país. Por suerte no es tan trascendental, no es tan definitivo, no se preocupen. Cada dos años es otro el que va a representar el arte del país, y yo todavía estoy buscando la definición, justamente, de qué significa representar el arte de un país», dice Telleria ironicamente.
El nombre de un país –así se llamó también su primera muestra individual de 2009 en la Galería Alberto Sendroz, en Buenos Aires–, son siete esculturas de cinco metros cada una. Un tronco en la base es el eje desde donde crece en altura la estructura. Camas, puertas de autos, hierros, paragolpes, muebles cortados, chasis, defensas y mucha tela son los materiales usados por Tellería. La curadora del envío Florencia Battiti -crítica y docente de arte argentino y latinoamericano- las definió como "versaltilidad escultórica-instalativa". En la charla con La Canción del País Tellería las llamó “monstruos” porque así les dijo durante toda la construcción. Pero aclaró que está bien enmarcar su producción en el Site-specific art.
«Me gusta pensar los espacios como un todo, por eso me gusta más llamarlo como una instalación. No puedo concebir una obra sin su nexo físico con el espacio. Una instalación es básicamente eso, para que algo realmente funcione dentro de un espacio, de alguna manera lo tengo que agarrar».
«Más que pensarlo solamente como siete esculturas, me gusta pensar los espacios como un todo, por eso me gusta más llamarlo como una instalación. No puedo concebir una obra sin su nexo físico con el espacio. Una instalación es básicamente eso, para que algo realmente funcione dentro de un espacio, de alguna manera lo tengo que agarrar, lo tengo que aprehender, no me bastaba solamente con poner esas esculturas ahí. Para mi así se ordenan las cosas en el mundo. Es como la convivencia entre orden y caos, naturaleza y hombre, lo vivo y lo muerto».
El crítico, ensayista y comisario independiente Ralph Rugoff -actual director de la Hayward Gallery en Londres-, eligió para esta edición de la Bienal la consigna "May you live in interesting times" ("Ojalá vivas en tiempos interesantes"). Abierta hasta 24 el de noviembre, la muestra se despliega por toda la ciudad de los canales pero tiene su epicentro en los pabellones históricos ubicados en los Giardini y en los Arsenale; unos antiguos astilleros venecianos. Este año se exhiben las obras de 79 artistas de todo el mundo con la participación por primera vez de Ghana, Madagascar, Malasia y Pakistán. «Cada país tiene potestad absoluta sobre su pabellón, eso no es parte del guion armado por el curador designado en el año. Dentro de ciertas normas cada país puede hacer lo que quiera. Los pabellones tienen un valor patrimonial muy fuerte, entonces hay ciertas limitaciones en cuanto al montaje, hay ciertas cosas que no podés hacer», dice Telleria.
Fue durante el gobierno de Cristina Kirchner que Argentina consiguió tener un pabellón propio en Venecia, tras desembolsar dos millones de euros para firmar un comodato por 22 años. Durante casi una década el país alquiló el pabellón de Finlandia pero lo perdió por falta de pago en la década de 1970. Hasta 2012, cuando se estrenó el pabellón propio durante la Bienal de Arquitectura, un antiguo galpón militar de 500m2 ubicado en los Arsenales, la Argentina deambuló como inquilina por distintos espacios alejados del circuito principal.
«Una vez que me eligieron, a principios de diciembre empecé a laburar con todo –cuenta Telleria–. Toda un parte se laburó acá, a mí me interesaba que se trabaje en Rosario, no en Venecia, no en Buenos Aires. Eso es parte de micropolíticas que una tiene. Viajé con un grupo de gente de acá y que para mí fueron re importantes» dice la artista y nombra a Manuel Brandaza, Ignacio D’Amore, Daniel Gómez, Matías Pepe, Araceli Navarro, Adrian Villar Rojas y Pedro Sória. «Hay ideas que puedo resolver sola, pero aprendí a delegar, soy buenísima delegando. Y dejando hacer. Igual soy específica en lo que quiero, no hay manera de errarle. Pero también soy muy terca, y hay veces en que creo que algo no va a funcionar. En Venecia algunas veces decía "esto no va a funcionar" y venía Manu Brandaza y decía "esto lo vamos a probar igual" y quedaba increíble. La dinámica con los chicos estuvo realmente increíble».
¿En que valija llevaste las puertas de los autos? le preguntamos (Risas). «Viajó todo desarmado, acá se produjeron todos los cortes de tela que tenían un molde específico, había cerca de 200 cortes de tela diferentes (unos 500 kilos pintadados de rojo, azul y negro). Eso se trabajó dos meses acá, y en febrero salió una gran parte en barco, en cuatro cajas gigantes. Por eso hubo que correr, fueron dos meses y unos días de trabajo muy muy a las corridas, muy exhaustivos, de tener que mandar todo. Porque si no, no llegaba, un viaje en barco tarda aproximadamente dos meses. Otra parte fue en avión. Allá es muy difícil, comercialmente, conseguir algo».
La Bienal de Venecia fue fundada en 1895 por el rey Humberto de Saboya con la intención de crear una muestra de arte universal. Argentina participó por primera vez en 1901 con el díptico “Vida honesta” de Pio Collivadino y de esa manera se convirtió en el primer país de América Latina en hacerlo. El artista fue nuevamente el representante nacional en la siguiente edición con “La hora del almuerzo”, una pintura que puede verse actualmente en el Museo Nacional de Bellas Artes. En 1922, luego de la larga interrupción por la Primera Guerra Mundial, el envío argentino tuvo a Fernando Fader, Cordiviola, Cupertino del Campo, Bernaldo de Quirós, Carlos Ripamonte, Thibon de Libian y Agustín Riganelli. Luego, los grandes hitos argentinos en la bienal fueron los premios otorgados a Antonio Berni (1962), Julio Le Parc (1966) y a León Ferrari (2007). En la anterior edición de 2017 Argentina estuvo representada por Claudia Fontes con la obra “El problema del caballo”.
«Creo que las expectativas pueden ser una trampa. Yo estaba en la inauguración y había gente que me preguntaba ¿y ahora qué sigue?. Y yo estaba completamente abrumada. Hay una expectativa que tiene que ver con el mercado, con la carrera, con un sistema, que no tiene nada que ver con la evolución personal que es lo que uno tiene que perseguir en definitiva en estas situaciones. Ahora soy una especie de local cerrado por vacaciones, ni siquiera estoy en venta ni alquiler. Creo que no es un momento para convencerse de nada. Yo fui, tenía una misión, la cumplí de alguna manera, estoy completamente satisfecha, hice exactamente lo que quería hacer, la pasamos genial trabajando, y ahora creo que es un tiempo para dejar que todo eso asiente y seguir haciendo», dice Telleria. «Yo soy una persona que siempre hizo, hizo, e hizo. No construí una carrera como quién construye un edificio, no pensé ahora voy a hacer esto porque me va a llevar allá. Y ahora, si bien estoy con este cartelito de cerrado por vacaciones sigo teniendo ideas que se desprenden de toda esta experiencia. Uno no deja de construir siempre como una misma cosa a lo largo de todo el partido».
«Hay una expectativa que tiene que ver con el mercado, con la carrera, con un sistema, que no tiene nada que ver con la evolución personal que es lo que uno tiene que perseguir en definitiva en estas situaciones».
Dentro de la producción de la artista coexisten varias series que -según explica ella- están conectadas entre sí y pueden ser leídas como parte de un recorrido sostenido y ampliado a cada paso desde que en 2003 pudo mostrar en la "Zona emergente" del Museo Castagnino. Bajo la iniciativa de Roberto Echen y Fernando Farina (este último, director de la institución entre 1999 y 2007) muchos de los llamados “nuevos artistas” realizaron muestras individuales, lo que significó un cambio de perspectiva en la política del museo que hasta ese entonces se ofrecía como una plataforma y vidriera para los artistas con cierto grado de legitimación. Ese gesto se profundizaría con la apertura del Museo de Arte Contemporáneo de Rosario (MACRO) en 2004 y con la convocatoria Joven y efímero lanzada ese mismo año por el Centro Cultural Parque de España.
«Me gusta pensar que todo lo que hago o lo que vengo haciendo es un anuncio de lo que va a venir- dice Telleria-, como un futuro anunciado si se quiere. Es más, para mí a veces se vuelve muy evidente lo que voy a hacer y me pongo trampas, me meto con un material que nunca trabajé por ejemplo. Soy un continuo devenir. Es que uno va formando a través de los años como un ADN de intereses, como una biología, como si de alguna manera le pudiéramos dar tradición a las cosas que nos importan. Creo que no nos podemos despegar. No digo que sea evidente para los demás. Por ejemplo "El nombre de un país", lo de Venecia, es realmente todo lo que construí hasta ahora. Todo mi mundo conceptual, operacional, está ahí a manera de collage. Hay una síntesis de mi trabajo si se quiere, hasta el amor por la oscuridad».
Paradójicamente, una de sus manifestaciones por la oscuridad hizo que cobrase notoriedad cuando en 2014 pintó de negro la fachada del Museo Castagnino de Rosario. “La noche de los días”, aquella instalación site specific tenía el único fin de lograr la "invisibilidad nocturna y la visibilidad máxima diurna" del edificio.
«Cuando apenas empecé la facultad me gustaba Magritte, el pintor surrealista que pintaba paisajes increíbles. Él tiene una serie que se llama "El imperio de la luces", donde hace esos cielos completamente diurnos, y paisajes abajo, esas casas nocturnas. Cuando vi eso dije qué buena intervención, qué buen croquis para una intervención urbana. Y cuando me invitaron a participar en el Castagnino pensé: estaría bueno irnos para afuera, pintar algo de negro. En esa búsqueda de hacerlo desaparecer es cuando más visible se volvió. Un poco en chiste decía vamos a llegar al consejo deliberante», cuenta quien efectivamente generó una discusión de la que participaron tanto ediles, como periodistas y ciudadanos. «No se hablaba de la obra en sí, no importaba, pero creo que eso es lo que está bueno cuando uno trabaja con el espacio público. No es que quedó supeditado al campo del arte que siempre es tan chiquito».
En el caso de su obra veneciana la oscuridad está “completamente deliberada, sumamente específica", ya que solo se ve exactamente lo que ella quiere que se vea. «El efecto es como cuando entrás a una habitación oscura. Adentro realmente se ve muy oscuro». Y sobre la percepción que generó en los visitantes dice: «Es muy loco, lo que uno disfruta otro lo aborrece. No hay consenso en el mundo del arte. Y entiendo que en los tiempos de Instagram es muy difícil poder tomarse un tiempo cuando sabés que tenés dos horas para recorrer veinticinco pabellones. No fui funcional a los tiempos de Instagram. Fui realmente funcional a mis monstruos, y no puedo llamar monstruos a algo e iluminarlo. Los monstruos aparecen de noche. Es donde realmente para mí se da la comprensión del mundo. Me parece que todo aquel que no quiere tener certezas, como yo, tiene que transitar la noche. Es un lugar que delimita los bordes de las cosas».
«Fui realmente funcional a mis monstruos, y no puedo llamar monstruos a algo e iluminarlo. Los monstruos aparecen de noche. Es donde realmente para mí se da la comprensión del mundo».
Telleria cuenta que nunca asistió a talleres ni clínicas particulares, pero que sí comparte ideas y tiempo con amigos excepcionales. Cada una de sus ideas “no nacen como hecho aislado, sino como formas o composiciones de articular y reordenar tantas cosas que están, me interpelan y no reconozco de inmediato”. «No me interesa saber mucho de mí, como no me interesa saber mucho del mundo –dice–, la incomprensión es un tesoro mal interpretado incluso. Me encanta no saber. Sí sé exactamente lo que hice en Venecia. Pero construyo como aquel que cuenta un sueño. Claro que sé lo que quiero hacer, y sé que hay una sensación que quiero respetar, un registro que quiero que la gente se lleve. Pero yo no voy a cargar de sentido lo que estoy haciendo. Eso es tarea de la persona que lo va a ver».
De sus trabajos anteriores puede verse un registro minucioso en el sitio de la galería Ruth Benzacar, que la reseprenta. Algunos de ellos son El gran plan (2016), el interior del techo de un auto pintado con témpera, como si se tratara de la cúpula de una iglesia; Máquina del tiempo lenta, una escultura realizada con hojas y ruedas, Todo era simple, de la serie Buscando a Dios en todos lados (2014); o Abstracción (2010), una escultura realizada con espinas de árboles.
«Cuando presenté “El nombre de un país” en 2009 necesitaba armarme una historia alrededor, era más joven, tenía 10 años menos, y hablaba de una civilización para mí, que existió, que podía llegar a existir. Yo siempre digo el nombre de un país que sea lo que no es. Alejandra Pizarnik tiene una frase muy hermosa que dice escribes poemas porque necesitas un lugar en donde sea lo que no es. Cada vez intento más correrme de ese lugar tranquilizador del sentido evidente y generar situaciones más inquietantes. El sentido común es lo más cercano a matar un espectador. El sentido común en el arte no, pidámoselo a los políticos. El nombre de un país donde los políticos no nos den vergüenza con lo que están diciendo, el nombre de un país donde no decidan sobre nuestros cuerpos una mayoría de hombres adentro de un edificio re viejo, el nombre de un país en el que pasen un montón de cosas mejores que acá no pasan».
Texto: Bernardo Maison.
Entrevista: Maite Acosta y Bernardo Maison.