Nacida en 1857 en el seno de una familia ilustre y acaudalada, María Obligado se convirtió en pintora e inaugurado el siglo XX participó en cuatro oportunidades del Salón Parisino, algo muy difícil para una latinoamericana. Sin embargo, cuando el arte argentino comenzó a historizarse, el canon patriarcal se encargó de dejarla afuera de cualquier selección. En su cumpleaños número 80, el Museo Histórico Provincial “Dr. Julio Marc” decidió realizar la muestra María Obligado: pintora, (gracias a su donación y a la de otros artistas el MARC se fundó en 1939) con curaduría de Georgina Gluzman. Entrevistamos a la Doctora en Historia y Teoría de las Artes, una de las primeras responsables en rescatar del olvido la importante obra de María y la de otras artistas indiscutibles que fueron deliberadamente eliminadas u omitidas.
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Maria Obligado nació en Buenos Aires en 1857, en el seno de una familia ilustre y acaudalada. Creció en un palacio en el que se daban cita tertulias e encuentros con intelectuales de la época, lo que resultó un ámbito de gran estimulación para su temprana y decidida vocación artística. Como muchas hijas de familias de alta alcurnia, estudió música, primero, y luego pintura. A fines del siglo 18 y principios del 19, así como en la poesía los hombres eran considerados poetas y las mujeres poetizas -señalando un carácter de menor seriedad o trascendencia-, la producción pictórica de las mujeres era considerada socialmente una práctica artística menor. La solidez de la obra de María no ha parado de romper este esquema.
Décadas antes de que Virginia Woolf manifestara la necesidad de la mujer de tener un cuarto propio que le permitiera elaborar su carrera artística separada de los esclavizantes quehaceres hogareños, María ya contaba con el cuarto propio más grande que se pudiera imaginar. Rodeada de más de mil obras de arte, 20.000 libros y esculturas o mobiliarios que habían pertenecido a personajes históricos como San Martín, Dean Funes o Rivadavia. Como otras mujeres de la alta sociedad de entre siglos, pudo estudiar con maestros europeos que habían llegado en la primera y segunda oleada migratoria a la Argentina. Su primer maestro fue el italiano Giuseppe Agujari, conocido principalmente por sus acuarelas.
Toda la zona de la Vuelta de Obligado, donde se libró la histórica batalla, pertenecía a la familia. El contacto permanente con el campo fue un estimulante fundamental tanto para María como para Rafael, su hermano, cuya fama de célebre poeta no hizo más que proyectar sombra sobre el no menor talento de su hermana.
En el jardín del Palacio Rivera, al borde del río Paraná en la zona de Ramallo, María convivía con una gran variedad de pájaros a los que observaba y estudiaba con detenimiento. Así figura en los cuadernos en los que ensaya estudios sobre el trino, además de llevar un registro de sus nombres y defunciones (cuenta la leyenda que también anotaba las uniones y que los embalsabama después de muertos). Estos cuadernos son uno de los invaluables documentos que forman parte de la muestra María Obligado: pintora, recientemente inaugurada en el Museo Histórico Provincial “Dr. Julio Marc” en su cumpleaños 80 y con curaduría de Georgina G. Gluzman, investigadora que ha dedicado gran parte de su trabajo a recuperar del injusto olvido las obras de las mujeres artistas más importantes de nuestra historia.
María se casó con Francisco Soto y Calvo, un prolífico escritor de poca fama, desplazado por el canon literario pero respetado como crítico de arte. Luego de casarse, se embarcaron en una larga luna de miel por toda Europa y, finalmente, María se instaló en París para profundizar su formación. Allí estudió en la Académie Julian, la primera en ofrecer una formación seria en arte para mujeres, sobre todo en lo relativo al estudio del cuerpo desnudo, práctica impúdica a la que solo tenían permiso los varones. La cuota de Julian triplicaba la de cualquier otra academia de arte. Allí se formaron muchas de las grandes artistas latinoamericanas, entre las que se puede nombrar a la brasilera Tarsila do Amaral, que pasó por el instituto en los años 20.
Su compañero Francisco la ayudó a meterse en el mundo de la bohemia que era casi estrictamente varonil. María participó en cuatro oportunidades del Salón Parisino, algo muy difícil para una latinoamericana, lo que le valió positivas menciones en la prensa por figuras tan respetadas como Leopoldo Lugones, Rubén Darío o Manuel Ugarte. Sin embargo, cuando el arte argentino comenzó a historizarse, el canon patriarcal se encargó de dejarla afuera de cualquier selección. Tal es el caso de Eduardo Schiaffino, quien en 1933 publicó el único tomo de La pintura y la escultura en la Argentina en la que llamativamente incluye a una sola mujer, Eugenia Belin Sarmiento, y con una única obra: el famoso retrato de su abuelo Domingo Faustino, cuyo mérito, según Schiaffino es el de haberle “correspondido la suerte de pintar sus mejores retratos”.
La contribución de Soto y Calvo para ampliar las redes de sociabilidad de María la llevó a entablar amistad con, entre otros, el historiador Julio Marc, fundador del Museo Histórico situado en el Parque Independencia de Rosario. "María fue la primera donante del Museo, con la condición de que el edificio fuera terminado en un año y medio. Entre el material donado se cuentan obras que pertenecieron a su colección así como de su propia autoría, y también reliquias patrias que su familia acumuló con el tiempo".
El Museo Histórico Provincial “Dr. Julio Marc” se inauguró en 1939 gracias a su donación y a la de otros artistas. Lamentablemente, María falleció casi exactamente un año antes.
Gluzman, Doctora en Historia y Teoría de las Artes, destaca que, al no haber recibido la misma legitimidad que sus pares masculinos, muchas de las obras más importantes de manos femeninas fueron perdiéndose parcial o completamente. La peculiaridad de la obra de María es que aún contamos con su obra física.
A lo largo de las salas podemos encontrarnos con registros cotidianos de su vida, apreciar la enorme riqueza de su obra, el trabajo de investigación previo en los bocetos de sus grandes proyectos y los distintos géneros en los que la artista incursionó a lo largo de su prolífica vida. Nutrida de la donación fundante del Museo y del legado familiar, la muestra incluye algunas de sus grandes pinturas al óleo, dibujos, bocetos, paisajes, autorretratos, fotografías, libros y mobiliario.
Las tres “estrellas” de la muestra son sus obras de mayor dimensión:
Angoisse (Angustia en español, 1900), su primer envío al Salón Parisino. Un óleo de gran dimensión que revela su dominio de la gestualidad corporal, y su talento para cargar emocionalmente a un cuerpo mediante una expresividad impresionista. En la pintura pueden verse una mujer con sus dos niños mirando compungidos a través de la ventana un naufragio. Así, dice Gluzman “se mete con un tema típico de los Salones: el naufragio, la tragedia sobre las costas de Normandía”. Sin embargo, algo inusual para la época: el naufragio en sí queda fuera de cuadro. Por lo tanto, el objeto de la obra no es el accidente trágico, sino el despliegue expresivo de una familia que atestigua el hecho traumático desde la intimidad de su hogar. Tras la muerte de María, su familia ofreció la obra al Museo de Bellas Artes, pero no hubo interés de parte de la institución.
La segunda e imponente obra es el Velatorio de San Martín (1901), de aproximadamente 2 metros de ancho por 3 de alto. Allí puede verse a un encanecido San Martín siendo velado en una escena austera, carente de solemnidad. Una muerte simple para un hombre importante, cuyo cuerpo ya sin vida está cubierto con una bandera argentina, acompañado apenas de dos velas prendidas y dos monjas en la intimidad de una habitación. Gluzman señala que esta obra fue “reproducida en la prensa periódica ilustrada un sinnúmero de ocasiones entre la fecha de su presentación al salón y 1910, todo hacía pensar que la obra de Obligado ingresaría al núcleo de imágenes fundacionales de la modernidad argentina”, cosa que nunca ocurrió.
Una mención especial merece su obra Normandía, pintada en 1902. Una escena de interior en el que un conjunto de mujeres silenciosas tejen las redes que allá afuera –divisados lejanamente a través de las ventanas– los hombres usarán para pescar. Esta obra tiene una enorme connotación política, al referirse a principios de siglo al lugar de la mujer, completamente desmerecido, en la economía. María echa luz sobre estas mujeres concentradas en su tarea en la penumbra, y utiliza un recurso pictórico interesante: la mujer que se encuentra en el extremo inferior derecho, la más alejada de la luz natural que ingresa por las aberturas según plantea la escena, recibe un rayo de luz sobre su cara que no se corresponde con ninguna trayectoria lumínica en el cuadro. Esa mujer sin ninguna gracia particular goza del beneficio de la perspectiva de la mirada de la artista que la ilumina ejerciendo su pincelada autónoma.
Por último: la gran ausencia. Un enorme marco de líneas punteadas en una pared de la sala señala el lugar que ocuparía su obra magnánima. Se trata de La hierra, presentada en París en 1909. Cuenta Gluzman que la obra fue donada al Museo Marc, pero “en algún momento pasó a ser parte de un préstamo a una institución local, que es una peña, y la obra está en una condición de conservación muy compleja”. Además de sus enormes dimensiones que impiden su traslado, se encuentra sin marco, fue repintada en la década del 70 con una restauración firmada, entre muchas otras herejías. “En este momento en que estamos revisando y recuperando la producción de las mujeres y tratando de ver cómo podemos integrarlas a los acervos públicos sería momento de pensarla para toda la comunidad”. Según Pablo Montini, director del MARC, el traslado costaría 50.000 dólares y su restauración en manos de expertos llevaría meses de arduo trabajo.
Llegará el día en que esa obra vuelva adonde María quiso que estuviera. Porque la luz de su talento rompe la sombra del olvido más allá de la muerte.
Texto: Dahiana Henderson.
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Entrevista: Maite Acosta y Bernardo Maison